A veces, “hablar es una necesidad y escuchar es un arte” (es un chisme que escribió Goethe). He escrito y hablado mucho pero siempre procuré leer más y escuchar más. Esto sí: siempre que hablo o escribo es como si alguien pusiera en mi boca o en mi pluma las palabras. Amigas y amigos, alguien nos pone en la boca las palabras. Así ahora. La figura del Cronista goza de honda tradición histórica. Ha habido cronistas de reyes y de grandes personajes. Las crónicas de Castilla, especialmente la del Halconero de Juan II y la de don Álvaro de Luna hacen constantes alusiones a la villa de Turégano y muy especialmente a este lugar mágico en el que ahora estamos: la iglesia de San Miguel y el castillo de Turégano. A un nivel más modesto pero no por ello menos importante, encontramos también la figura del Cronista Oficial de Ciudades, Villas y Pueblos que han deseado guardar memoria de su pasado. Se me ha nombrado Cronista Oficial de esta villa. Los representantes del pueblo por unanimidad lo han decidido y a todos ellos se lo quiero agradecer. Dice el acta aprobada en este ayuntamiento que ello ha sido teniendo en cuenta los extraordinarios méritos de conocimiento, estudio e investigación de la historia de Turégano que concurren en mi persona. Tal vez se hayan pasado un Cega, tres Pinarejos y dos ríos Mulas pero bueno, así son a veces los amigos. Mis méritos no son extraordinarios pues cuanto hice lo hice porque me divertía hacerlo; en esto y en casi todo. Demasiado honor, pues, y por lo mismo mi agradecimiento más espacioso. Gracias, alcalde, gracias Mariano de Lucas por iniciar la propuesta, gracias concejales de mi pueblo, gracias a todos, amigos y amigas. No fue ésta la primera propuesta recibida en este Ayuntamiento. Hace ya muchos años hubo una carta dirigida al señor alcalde en la que un tureganense de pro, verdadero cronista de Turégano en el Finisterre (el antiguo fin de la Tierra), lo solicitó con el mayor cariño y con palabras emocionadas. Una persona excepcional que aquí hubiera querido estar esta tarde. Uno de los tureganense que más patria hizo fuera de su pueblo. Se llama, perdón, se llamaba pues se nos acaba de morir pensando en Turégano y su memoria aún continúa viva: Benjamín Tejedor de Antonio. En mis largas charlas en su rebotica de Sangenjo, o de Sanxenxo como ahora se dice, en su casa llena de recuerdos y de cuadros sobre Turégano, algunos López Tablada hermosísimos, o comiendo con él a la gallega, es decir, opíparamente, más de una vez me dijo: “Daría todo esto y mucho más por comerme un plato de escabeche en casa de la Adela”. Amigo Benjamín, no hacen falta nombramientos oficiales -yo siempre decía lo mismo-. Cada uno es lo que quiere ser. Tú das a conocer Turégano en este rincón de España y yo donde la vida me va llevando. Yo nací en el número tres de la plaza mayor de nuestro pueblo que entonces decían que era el 17, y tú en los soportales de enfrente. -Así es. Soy mucho mayor que tú y tus padres fuero mis amigos… -Y no sé si por influencia de mis padres, mi madre era la maestra del pueblo (aquí veo hoy a muchas de sus antiguas alumnas, alguna asomando lágrimas) y mi padre una persona muy querida por todos, soy lo que soy. Con ellos aprendí a amar a mi pueblo -todo eso le decía mientras bebíamos una copa del mejor Albariño, el de Ferreiro cepas vellas, probablemente.
Mi década prodigiosa primera, o sea, mis primeros años de vida, se llaman ‘Turégano’ y, entre sus recuerdos, este castillo en el que tanto jugué y corrí. También tengo de entonces recuerdos nada comunes: como cuando vino a Turégano el cardenal Segura, aquel hombre extraordinario y cabezota que fue primado de España, arzobispo de Toledo y de Sevilla. Por razones que yo bien sé y alguno de los presentes también, quiso conocer mi huerta. Fue un año de heladas tardías ausentes y los árboles manzanos y perales eran una bendición del cielo productivo hortofrutícola tureganense. Los niños de la casa recogimos durante toda la mañana un sin fin de carretillas de fruta caída al suelo por la tormenta del día anterior. Todo estaba perfectamente preparado pero cuando el cardenal apareció por la pequeña puerta de escape que comunicaba nuestra huerta con la del doctor Andrés Dorronsoro (primitivamente habían sido la misma huerta, o mejor dicho, los jardines del palacio de Miñano), el cardenal se cogió del brazo de mi padre (ya era mayor aquel cardenal de España) y su cabeza chocó contra la rama de un ciruelo. En unos minutos, aparecieron los primeros síntomas de un enorme chichón en la frente de don Pedro Segura, aquel cardenal de Toledo que al advenimiento de la República se exilió en Roma y renunció a la diócesis primada, que regresó a España tras el inicio de la guerra civil y que fue nominado por Pío XI arzobispo de Sevilla. De aquel monárquico y tradicionalista a ultranza que tan mal se llevó con Franco que hasta prohibió que se adosase en los muros de la catedral sevillana la cruz de homenaje a José Antonio Primo de Rivera y los caídos, motivo por el que, caso único en toda España, ésta hubo de instalarse en la muralla del alcázar. Al despedirse el cardenal Segura de todos nosotros, visiblemente apesadumbrados por el chichón aunque honrados por su visita, con una voz algo atiplada nos dijo: “Ese ciruelo será siempre el ciruelo del cardenal Segura” (no se refería, claro, a que el cardenal Segura fuera un ciruelo, sino a que en aquel ciruelo, ya saben, la frente del cardenal se doblegó por un cachiporrazo). Otro de los recuerdos fuera de lo común de aquella época se refiere al cardenal Marcelo González Martín. No era él por entonces más que un simple canónigo de Valladolid amigo de nuestro don Emilio Álvarez, el deán de la catedral vallisoletana. El Papa le acababa de nombrar obispo de Astorga y quiso pasar unos días en Turégano antes de ir a tomar posesión de su diócesis. Mis recuerdos de aquella semana vienen a cuento de que mi vida ordinaria de simple monaguillo se trastocó porque nuestro párroco, don Plácido, me usurpó ese papel para sí mismo. Quería quedar bien con el nuevo obispo y, como entonces no existían las misas concelebradas, los monaguillos nos tuvimos que limitar a ayudar a don Plácido para que él ayudara a decir misa a don Marcelo (ayudantes del ayudador, o algo así). Muchos años después, cuando la vida política me llevó a ser director provincial en Toledo y después viceconsejero y jefe del Gabinete del primer presidente de Castilla-La Mancha, don Marcelo, el cardenal primado de España, fue uno de mis amigos a pesar de varios enfrentamientos profesionales, siempre sin sangre y siempre con mucho cariño, sobre todo en relación con la sinagoga toledana del Tránsito: yo defendía que era mía, bueno del Estado español, y él, que suya, quiero decir, de la Iglesia toledana. Mi primera década de vida fue prodigiosa también gracias a la influencia de un ser extraordinario que conocí o me conoció, no sé, desde la misma pila del bautismo: un hombre bueno y ejemplar, un hombre culto, un estudioso de esta villa, un hombre listo, un hombre íntegro, un hombre santo y no sé que más adjetivos añadir. Sólo con decir “don Plácido” y sin necesidad de pronunciar sus apellidos, Centeno Roldán, es suficiente para que a muchos de los aquí presentes se nos anude en la garganta de los sentimientos un burbujeo. Turégano le hizo un homenaje en su día y le nombró su hijo adoptivo. Se merecía eso y más. Siempre, amigos y amigas, tuve el nombre de nuestro pueblo en mis labios. Cuando cumplí los 17, me dieron un premio literario que llevaba el nombre de Azorín y ya en aquel escrito aparecían referencias a mi pueblo -¿Cómo olvidar aquella preciosa novela suya “Doña Inés” en la que una de sus protagonistas era la hija del sacristán de la iglesia de san Juan de Turégano?-. Más tarde, cuando me concedieron el Eloísa de periodismo fue por un artículo titulado “Un castillo para morir”. En él se recogía la historia del camposanto que durante siglos fue el paseo de ronda de esta castillo, y sobre todo las leyendas románticas de sus lápidas funerarias: “Fue hombre honrado, leal amigo, perfecto caballero y amante padre de familia”; “De aflicción y desconsuelo llenasteis nuestra memoria cuando subisteis al cielo, miradnos desde la gloria y calmareis nuestro duelo”; “A mi niño muerto por la patada de un mulo…” Hoy han desaparecido por el empuje de las técnicas restauradoras modernas. Era como si el jurado supiera que, 30 años más tarde, “los expertos” iban a hacerlas desaparecer y no quedaría ya el testimonio de aquellas inscripciones tan hermosas. En fin, he llevado y seguiré llevando el nombre de Turégano por los mil sitios que la vida me ha hecho recorrer y casi siempre disfrutar: en los 23 pregones de fiestas que pronuncié en fiestas de pueblos toledanos, desde Quintanar de la Orden a La Puebla de Montalbán (el pueblo del gran Fernando de Rojas, el autor de La Celestina), pasando por Corral de Almaguer, Lillo, Los Yébenes, Santa Olalla, la gran Escalona o El Toboso, con una u otra disculpa literaria o histórica, en casi todos ellos apareció alguna anécdota sobre Turégano; de sus ferias, de su castillo, de sus tradiciones, de algún personaje relacionado con la villa, yo qué sé. Siempre hay razones y pretextos para abrir el corazón y dejar que aflore lo que en él está asentado. También por aquellos años pronuncié el pregón de mi pueblo -gracias, amigo Pedro Manrique, entonces alcalde y aquí presente hoy junto a los demás alcaldes vivos de Turégano, por invitarme a subir al balcón de la plaza-. En fin, como he escrito muchas historias y casi siempre entrelazadas con esta villa nuestra tan singular, trato hoy de hacer aflorar algunas historias de nuestra historia, o al revés tal vez: hacer historia con mis historias. Los asirios decían que las ciudades surgían cuando un peregrino hincaba su bastón en un lugar de paso para descansar una noche y, al día siguiente, al levantarse para continuar el viaje, no podía arrancarlo. Aquello era tomado como una señal de los dioses, y el peregrino se quedaba a morar allí y fundaba un pueblo para él y para los que quisieran quedarse a vivir allí. El peregrino mandaba traer a su familia y en “su pueblo” ponía posada para que los demás caminantes pudieran descansar. Muchos acababan quedándose y surgía un nuevo asentamiento y, poco a poco, iba surgiendo el caserío, la plaza, los monumentos civiles y religiosos, las ferias, los mercados, las posadas, el castillo para defenderse de los asaltadores de caminos y de los enemigos... El bastón hincado en la tierra quedaba como símbolo de la fundación de aquel poblado. Así, más o menos, nació un día muy lejano TORODA, nuestro pueblo y, como recuerdo de aquel bastón hincado en la “tierra prometida”, están nuestros monumentos, nuestras costumbres, nuestros enfoques de la vida: nuestras raíces primigenias. Amigas y amigos, mi profesión y mis envoltorios profesionales me han llevado a medio mundo y en casi todos los países que visité y en donde trabajé apareció, de una o de otra manera, algo de aquel bastón primigenio nuestro.
Y ahora ya, autoridades presentes. Señor subdelegado del Gobierno, procuradores, diputados, representante de la Delegación Territorial de la Junta de Castilla y León en Segovia, paisanos, amigos y amigas, después de este preámbulo, y con la venia del señor corregidor de Turégano don Jesús Santiago Bravo Solana (felicidades, alcalde, pues en este día cumples años), comienzo una pequeña crónica que he decidido llamar “Década Prodigiosa en Turégano”. Las cuatro décadas anteriores a la que hoy me acojo fueron pródigas y rumbosas para la historia de Turégano: el rey Juan I, que tantas veces estuvo en la villa y tantos documentos de la época llevan el pie, firmados en la villa de Turégano, de aquí salió y aquí dejó a la reina y a su hijo para ver los principios de las obras del Paular y para encontrarse en Alcalá de Henares con 50 caballeros nombrados “Trafanes”, unos mozárabes de Maruecos de origen español que venían a servir al rey de Castilla. Eran muy expertos jinetes y, con sus malabarismos a acaballo deslumbraron a nuestro rey. El domingo 9 de octubre, saliendo de misa, nuestro rey quiso probar a uno de aquellos hermosos caballos, un rucio dorado y se puso a hacer exhibiciones. En unas aradas, corcoveando la bestia con la desigualdad del suelo lanzó al jinete real a los surcos de un barbecho donde instantáneamente el rey expiró. Tenía 32 años y 46 días. Su hijo Enrique tenía 11 años y estaba casado ya con doña Catalina de Alencastro, que dejaron de ser Príncipes de Asturias se convirtieron en Reyes. Al año siguiente, el de 1392, nuestro obispo, don Gonzalo estaba muy enfermo en su villa y cámara de Turégano. Aquí otorgó testamente el 20 de junio y a las pocas semanas, ya en julio, en este mismo lugar mágico, sobre estas naves de piedra centenaria, en el palacio que derruyó Arias Dávila para fortificar mejor el recinto y construir el actual castillo, el obispo murió. Había escrito un libro muy hermoso que tituló PEREGRINA y en el que trataba de concordar las leyes del reino con el derecho común. Según Colmenares, el gran cronista de Segovia, que fue cura en Valdesimonte y después en Segovia, esa obra es de importancia y estimación en todas las edades. Se conoció aquella época como la “De los alianzas o bandos”. El cronista que os habla y que procura decir y no arengar no quiere tomar partido pero sí ha de decir que durante los 40 años del pontificado del obispo que le sucedió, la villa de Turégano vivió una de las etapas más gloriosas de su historia, si no la que más. En los 40 años del pontificado de don Juan de Tordesillas, los reyes aparecían por Turégano constantemente. Aquí falleció también don Juan de Tordesillas, en este mismo castillo, un 14 de noviembre, y fue trasladado a la iglesia de Aciago donde yace bajo una lápida preciosa de mármol que tiene una muy célebre inscripción como epitafio: “Aquí descansa bajo piedra marmórea, etc. etc.” Celebró varios sínodos aquel obispo, presumiblemente en esta iglesia de San Miguel donde ahora nos encontramos. Enfrentado a su cabildo de Segovia, casi siempre vivió en Turégano, su cámara episcopal. Y cuando murió este obispo fue nombrado obispo de Segovia don Lope de Barrientos, uno de los hombres más cultos de todo el siglo XV. Un dominico al que Turégano debería, como mínimo, dedicar una de sus calles más emblemáticas. Era el primer catedrático de Prima de Teología en la Universidad de Salamanca desde el año 1416. El rey Juan II lo sacó de sus aplicaciones universitarias para nombrarle su confesor y el maestro del príncipe den Enrique. Cuando por esos días murió en Madrid el marqués de Villena (el escritor don Enrique de Villena) el rey mandó a Lope Barrientos para que quemase sus libros de magia. El poeta Juan de Mena escribió contra esta famosa quema, nuestro obispo escribió un bellísimo libro que tituló “Del adivinar y de sus especies, y del Arte de le magia”. También escribió otros muchos libros. Era un hombre culto y negociador. Probablemente la persona que más influyó en la historia de Castilla de la primera mitad de aquel siglo. El año 1437, Barrientos fue nombrado obispo de Segovia y los cinco primeros años de su pontificado, hasta el año 1442 en que fue obligado a permutar con el obispo de Ávila, esos cinco terribles años para Castilla fueron tal vez el Lustro de Oro de la villa de Turégano, quizás más prodigiosos que aquella otra década prodigiosa cuando, 40 años después, se fraguó en este castillo parte de la historia del fin de Castilla y del nacimiento de España. Y de esos años, el de 1440 debería grabarse como uno de los momentos más solemnes del pasado de esta iglesia mágica. Aquí se celebraron multitud de sínodos, pero ese que organizó Lope de Barrientos fue el más trascendente de la historia de la Iglesia de Segovia. Desde el punto de vista doctrinal, mucho más que los otros dos que celebró en Turégano el obispo Arias Dávila, el celebrado en Segovia y el de Aguilafuente cuyas actas se publicaron por Juan Párix por el nuevo sistema de imprimir y que constituyó el primer libro impreso en España por el nuevo sistema. El obispo Barrientos presentó un libro al sínodo que se titulaba “Instrucción Sinodal” que, como dice Colmenares, era “un compendio muy docto, en aquellos y en cualesquiera siglos, de todas las materias escolásticas y morales”. Se conserva el manuscrito en la catedral de Segovia, en su magnífico archivo, y comienza con unas palabras que poco gustan a los que dicen que este castillo lo construyó Arias Dávila: “El día 3 de mayo del año de 1440, en la iglesia de San Miguel que está en el interior del castillo de Turégano, etc., etc.” Lope Barrientos, el escritor, el catedrático, el maestro del rey Enrique, el confesor del Rey Juan II, el cerebro más importante del segundo tercio del siglo XV, mientras fue obispo de Segovia se negó a entrar en la capital de su diócesis. Vivió en este castillo hasta que el rey Juan II “que huyendo del humo había caído en la llama”, perseguido de su hijo y de su mujer, confederados ambos con sus contrarios, conociendo y sabiendo que no podía pasar sin el consejo y la ayuda de aquel hombre sabio y estratega único, al iniciarse el año de 1441 escribió una carta real a Turégano pidiéndole que fuera a verle a Ávila. Dice el cronista Colmenares: “El día 5 de enero de 1441, estando el rey don Juan II en Ávila, acordó enviar un correo a Turégano donde residía el obispo Lope de Barrientos para que fuera a aquella ciudad a aconsejarle sobre la Gran Rotura. Sí era grande aquella “rotura” de Castilla: la Reina había abandonado al Rey; el príncipe don Enrique también. Cuando más tarde murió aquella reina, el rey Juan II se casó con María de Portugal y tuvo dos hijos de este segundo matrimonio: el infante don Alfonso y la Infanta doma Isabel, nuestra futura Isabel la Católica. Dicen las crónicas de la época que cuando nuestro Lope de Barrientos salió de Turégano por mandato del rey, al llegar a Ávila Juan II, el rey sólo de nombre esos días, se “consoló de verle y le comunicó cuanto había pasado en su ausencia y el estado presente de las cosas”. O sea, el gran desastre, la “gran rotura”. Nuestro obispo, conmovido y dándose cuenta de que el rey de Castilla le necesitaba se convirtió en la persona que enderezó la historia del Reino en aquel momento trágico. Habló con la Reina, con el Príncipe, con los demás confederados, negoció, templó gaitas con su amigo don Álvaro de Luna para que abandonase la corte y se marchara a Escalona (Hago una pausa. No hablo de nuestra Escalona del Pardo, tu pueblo, amigo José Luis, gracias por estar aquí esta tarde en representación de la Delegación Territorial de la Junta de Castilla-León en Segovia, hablo de la Escalona de Toledo; la Escalona donde en su día este cronista fue pregonero de sus fiestas y en donde fui uno de los organizadores del setecientos aniversario del Infante don Juan Manuel, en donde hablé en el castillo de don Álvaro de Luna. De aquella Escalona donde Lázaro de Tormes tuvo varias de sus pícaras aventuras con el pobre ciego, sobre todo el célebre pasaje del jarrazo donde acabó desdentado el pobre joven Lázaro: "me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé. Desde aquella hora quise mal al mal ciego". Cierro la pausa y el paréntesis y procedo con mi crónica de aquella década prodigiosa) Lope de Barrientos trató de hacer las paces entre el Rey, la Reina y su hijo, un niño entonces. Con el príncipe se reunió en nuestra Santa Maria la Real de Nieva y también con las reinas de Castilla y de Navarra, es decir, con la madre de Enrique y con su suegra. Después de esto, intentó que los tres tuvieran una reunión con el propio Rey, o sea con su mujer y su consuegra, pero éste se negó a acudir a las vistas; el rey era Él. Estando en Santa María, murió la reina de Navarra y allí la enterraron. Luego seria trasladada, ya en tiempos de Isabel La Católica, a San Francisco de Tafalla, por disposición de doña Leonor, su hija y reina de Navarra. Mientras todo esto sucedía, el rey Juan II permanecía en Ávila. Sólo el nombre de rey tenía el pobre; así andaba Castilla. En una primera negociación, se reunieron, por parte del rey nuestro Lope Barrientos y el conde de Alba y por la liga de de los rebeldes el almirante don Fadrique y el obispo de Palencia. Dos horas duró la negociación aquella y las partes marcharon por do vinieron: nuestro obispo a Ávila para dar cuenta al rey y los demás a Segovia para informar a la reina y a su hijo. A pesar de aquel aparente fracaso, la reina y el príncipe pidieron al rey que les enviase a Lope de Barrientos para negociar directamente con él los medios para la concordia. O sea, que don Lope, el gran amigo de don Álvaro de Luna, fue la persona elegida por sus enemigos para ser el árbitro de la paz. Y se hizo la concordia siguiente: Que don Álvaro no pudiese entrar en la Corte y ni escribir al rey en seis años. El príncipe don Enrique, como dueño de la ciudad de Segovia, entregó el alcázar a don Juan Pacheco, el enemigo de don Álvaro. La historia, amigos, señor Corregidor de Turégano Bravo Solana, es tan compleja que para confirmar la gran concordia conseguida por nuestro obispo se casaron los dos hermanos. Don Juan, rey de Aragón, con doña Juana Enríquez, hija del almirante don Fadrique de cuyo matrimonio nació más adelante don Fernando el Católico. Y el infante don Enrique, con doña Beatriz Pimentel, hermana del conde de Benavente; doña Beatriz, aquella reina que tuvo no se sabe de quién una hija que se llamo Juana y con la que pasó lo que pasó, o sea que no llegaría a gobernar en Castilla. Me refiero a doña Juana de Castilla, la Beltraneja, de la que decían que era hija de don Beltrán de la Cueva. Ya voy camino del remate y enhebro un paseíllo. Hay aquí un buen amigo de Aguilafuente que además fue su alcalde y que hoy es concejal de Segovia. Amigo José Luis, quiero recordarte que los días 16 y 17 de de mayo del año 1.444, casi al terminar esta década que di en llamar prodigiosa, eran sábado y domingo, el rey Juan II, con el príncipe don Enrique, su hijo de 9 años y más tarde Enrique IV, ya reconciliados gracias al obispo Lope de Barrientos, estuvo y durmió en Aguilafuente y allí se enteró de que los moros habían herido al Adelantado Diego de Rivera por la boca y decidió, en vez de seguir a Turégano, marchar acortando hasta Castilnovo y Ayllón para verse con don Álvaro de Luna. El día del Corpus de ese año, a la semana siguiente, participó en la procesión de Sepúlveda. No creas amigo, que termina esta década que llamé prodigiosa por culpa de Aguilafuente (lo digo por seguir el cordial, amistoso y cariñoso pique histórico entre ambas villas). En otra década prodigiosa de la historia de Turégano, la del obispo Arias Dávila, también estuvo presente Aguilafuente cuando lo de aquel Sínodo que no puedo celebrarse en Turégano por las obras del nuevo castillo que construía encima de esta iglesia, derribando parte del anterior, aquel obispo tan especial. Y poco más ya. Bueno, sí, que ya se me fue el santo al cielo, perdón señor corregidor, aquel don Fadrique, el abuelo de don Fernando el Católico, andando el tiempo vino muchas veces a este castillo para tratar con su nieto, el príncipe don Fernando el Católico, las cosas de Estado y las relaciones entre Castilla y Aragón. Aquí hablaron, organizaron y hasta conspiraron. Ahí encima, en el nuevo palacio de Arias Dávila, se reunieron el arzobispo de Toledo y nuestro obispo y señor Arias Dávila y entre ambos, por razón de Estado, falsificaron una Bula Papal con la firma y el sello de Pontífice para dispensar a los príncipes de consanguinidad y que pudieran casarse Isabel y Fernando. En fin, que para evitar conflictos futuros, el obispo Lope de Barrientos permutó el obispado con el de Ávila. Él se marchó a la ciudad de Santa Teresa y aquí nos vino el cardenal Cervantes. Al final de aquella década prodigiosa tureganense, Lope de Barrientos se fue de obispo a Ávila, después a Cuenca, y luego, por más que Rey insistía, no quiso aceptar el arzobispado de Santiago de Compostela. Él fue quien gobernó el reino de Castilla durante los últimos días de Juan II, el que asistió al rey Enrique IV siendo su canciller mayor y el que se murió en el año 1469. Tenía 87 años de edad. Está enterrado en su ciudad natal: en Medina del Campo, en el Hospital de San Antón por él fundado y sostenido económicamente. Muchos años después, los de Medina, olvidados ya de su paisano y protector, acudieron al rey Felipe II para borrar la memoria de Lope de Barrientos de aquel convento. Y Felipe II, el rey del mundo en aquellos días, el que encerraba en este castillo de Turégano a sus presos de Estado, como el duque de Osuna, el almirante de Aragón y el más famoso de todos ellos, Antonio Pérez (tras esa puerta que ahí veis encerrado), contestó con esta hermosa carta refiriéndose a Lope Barrientos: “Ese hospital no os pide nada, ni vosotros se lo dais. Y con lo que tiene, os cura a vuestros enfermos. Dejadle conservar la memoria de su fundador, que la hay muy grande de sus graves y honrados servicios y buenas obras.” El cardenal Cervantes se vino a Turégano, su cámara episcopal, y el 20 de diciembre del año 1442 firmó aquí un sin fin de documentos confirmando donaciones y privilegios del obispo Lope de Barrientos. Años después, se marchó de arzobispo a Sevilla y aquí se vino don Luis Osorio de Acuña, el hijo de los Marqueses de Cerralbo, y como el Papa no quiso confirmar el nombramiento, en vez de obispo fue nombrado administrador de la iglesia de Segovia. Y como en Segovia siguieron los conflictos, él casi siempre vivió en Turégano, su Cámara y villa episcopal. En esta villa de la que me habéis nombrado Cronista. Después vendría de obispo don Fernando López de Villaescusa y cuando a los pocos años murió aquel obispo, el propio Enrique IV nombró para sucederle al hijo de su Contador mayor, o sea, de su ministro de Hacienda, a don Juan Arias Dávila. Don Juan Arias Dávila del que este castillo suyo rezuma mil recuerdos, algunas oraciones y mucha sangre… Pero hoy NO TOCA.
Amigas y amigos, señor corregidor, gracias por el nombramiento y por estar aquí esta noche. Gracias por haber venido a este lugar mágico que es la iglesia de San Miguel de Turégano. Me habéis hecho cronista y yo, desagradecido, os he obligado a soportar estas crónicas que espero no os hayan sido demasiado indigestas. Entre sus muchas obras, Lope de Barrientos escribió un tratado titulado “Llave de Sabiduría”. Fue un ser excepcional, único y, gracias a él, Turégano vivó una nueva década prodigiosa. Pero la llave de la sabiduria no está en los libros, como se sabe. Yo os he hablado y vosotros habéis guardo un ejemplar silencio. Aunque no sea más que para estimular y agradecer el profesor Adrados, nuestro paisano y amigo, el eminente sabio y respetado Académico de la Lengua y de la Historia, diré con el poeta Píndaro, el griego, que “muchas veces lo que se calla hace más impresión que lo que se dice”. El profesor Adrados fue, tal vez sin darse cuenta, el primero que me llamó cronista. En aquel prólogo que escribió generosamente para mi libro El Señorío episcopal de Turégano, entre otros inmerecidos elogios escribió. “La villa merecía un nuevo libro como éste. No es una historia al modo habitual. Es una verdadera enciclopedia de Turégano. Hereda el estilo de los viejos y beneméritos eruditos locales que explayaban en las etimologías, recogían y criticaban todo lo que se había dicho sobre el tema, introducían recuerdos personales y de la tradición viva, incluían documentos históricos y versos, iba hacia atrás y hacía adelante y se desviaban por vías laterales para que no quedara nada por decir. Y daban siempre su concreta y precisa opinión”. Gracias profesor Adrados, maestro de maestro, por aquello y por tantas cosas más: su abuelo fue alcalde de Turégano al igual que el mío y vuestra presencia constante en esta villa nos honra a todos y nos llena de excelencia. La llave de la sabiduría, dije que no está en los libros y así es. Está en el interior de los hombres, en todos nosotros. Si conservamos la memoria de quienes nos precedieron, ellos estarán vivos y nosotros seremos algo más que el humo y la polvareda que queda en el camino cuando pasa una gran multitud. Desde este lugar mágico, gracias a todos. Tureganenses, paisanos y amigos, os lo dice en este lugar mágico y en esta noche hermosa, vuestro cronista. En Turégano, a 25 de Julio de 2006
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