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Crónica de la despedida de Juan Arias Dávila

10/08/1998

Como relataba Renato Deogracias, el día de la despedida tureganense el obispo, viejo aunque no envejecido, se levantó a las seis en punto, mucho antes de amanecer. No había descansado bien; se notaba en su rostro, congestionado a pesar de estar comenzando la jornada. Un criado le ayudó a lavarse, a vestirse, y a los pocos minutos estaba ya, rodeado de todos los de palacio y muy especialmente de sus fieles capellanes, al pie del altar de San Miguel, como si aquello fuera un pontifical, escoltado de su gente y tratando de ensayar una despedida. Habló de la dificultad de dirigir unas palabras, aunque breves y entre amigos, en día tan señalado. Les dijo a los presentes que ninguna despedida es fácil:
–Incluso ésta en que, después de trabajar codo con codo con casi todos vosotros, la separación me lleva a miles de millas y probablemente para siempre... Os recordaré mientras viva y, si Dios lo dispone, también después de muerto. Aún no me marché y ya siento añoranza de cuanto con vosotros viví, y sentir añoranza es morir un poco. Lejos de aquí no sabré ya diferenciar entre no estar a vuestro lado y estar muerto. Si acaso la esperanza de un reencuentro será lo único que me recordará que aún sigo vivo...
En medio de aquel concierto de sensaciones tristes, a don Juan no le gustaba el dolor pero le encantaba empero el saberse dolorido. Era como si al tener algo que desear no fuera tan desgraciado pues en parte todo hombre vive de la esperanza. Como si sólo por eso tuviese la certeza de sentirse vivo. ¿Quién no se ha proporcionado alguna vez cosas poco placenteras por el simple hecho de saberse vivo y resistente? Su voz, más aflautada y discordante que en otras ocasiones, ronroneaba en la garganta como si hubiera aparecido alguna dificultad adicional, no sé, como si de pronto se hubiese atragantado de algún inesperado contratiempo físico:
–Siempre pensé que pertenecer a un grupo de allegados y colaboradores es contar con un beneficio adicional a la hora de resolver problemas y hacer cosas. En estos años lo he podido comprobar fehacientemente. En esta despedida se marcha el pastor y el amigo, y espero que los caminos de la vida y de la Iglesia nos vuelvan a reencontrar en algún recoveco de solidaridad y de servicio. Parte el pastor, pero el rebaño no queda sin guía y en desbandada. Queda aquí mi corazón. Hay valores en los que todos nosotros creemos y que yo intenté siempre fortalecer, queda algo que no depende de la distancia por muchas millas que sean, para que nadie pueda tratar de separarme de vosotros, mis hijos y colaboradores. He tratado a príncipes, reyes, grandes señores... y en nadie encontré la grandeza que hallo en vosotros cada mañana.
Al poco, como queriendo dejar en los suyos algún singular mensaje, el prelado añadió pausadamente:
–Acordaros de cuando en vez de unos personajes misteriosos que los antiguos llamaron Silenos de Alcibíades por haber sido aquel filósofo quien primero habló de ellos. El misterio suyo era que en el exterior engañaban como si fueran figuras feas, pero dentro de cada una se encontraba albergada una imagen bellísima. Si el sileno era por ejemplo de una doncella que dentro estaba retratada con la mayor delicadeza y hermosura que alcanzaba el arte, en el exterior era un simple espantajo, con lo cual cada persona hablaba de ella según la parte por donde la miraba. Pues bien, hijos y amigos del alma, no es otra cosa el hombre mientras en el cuerpo vive sino un sileno artificioso que provoca diversos aspectos y consideraciones en quien le mira y contempla. Si se considera lo que dentro del sileno está encerrado, puede tratarse de una doncella tan hermosa que Silio Itálico la llamaría un dios menor en la tierra, pero si sólo se mira al exterior, poniendo los ojos en el obraje del cuerpo y no en el alma, es tal la imperfección después de las miserias de pecado que David le llamaría sombra vana, el santo Job, lodo y barro, y Píndaro, sueño de sombra u otras cosas semejantes. Y lo que más me admira y quisiera que en ello meditaseis es que siendo el exterior el mismo, a unos parezca una cosa y a otros otra, y que a unos les parezca caballo brioso lo que para otros sólo es jumento enfermo y flaco...
Advirtió también en aquella hora incierta del peligro de frecuentar mujeres de comportamiento licencioso y de moral desenfadada:
–Cuando quieren engañar a uno, azucaran el desabrimiento del veneno con la dulzura de sus palabras para que no se sienta la amargura... Igual que nuestra madre Eva, primera matriz de la ley divina, azucaró el veneno de la manzana con la elegancia de sus palabras para servir al hombre el ajenjo amargo del pecado. Porque habéis de saber que las palabras de estas mujeres saborean y entretienen el gusto, y de allí a un poco no hay azúcar tan amargo, no hay rejalgar tan intolerable, ni hiel tan desabrida, que es como aquel libro que mandó Dios comer al santo profeta Isaías, que en la boca era dulce, pero que, en entrando en el estómago, comenzaba a amargar terriblemente. De esta suerte son las palabras de las mujeres lascivas, dulces en la boca y amargas en el corazón: más que ajenjos, más que hiel, más que acíbar...

Cuando Juan Arias se entraba por algún tema para él importante ponía toda la carne de su sapiencia en el asador de las palabras.


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