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EL TORO DEL AGUARDIENTE EN TURÉGANO

10/10/2013



Cuando aquellos excelsos pintores (Ignacio Zuloaga, José Solana, Joaquín Zubiaurre, Rafael Durancamps…) visitaban la villa episcopal para inmortalizar con su arte la fiesta de los toros, el “anticristo taurino” escribió una de sus más conocidas obras literarias: “Las Capeas” (1915), dinamita pura contra las costumbres nuestras. Nadie cómo ese evangelista antitaurino de izquierdas retrató la pasión callejera del desigual enfrentamiento entre el toro y el hombre:
En una callejuela, “Habían formado con estacas una pequeña empalizada, y el toro, quieto en el centro, miraba a los mirones. Continuamente engrosaba el número de los campesinos. Se saludaban con efusión, preguntándose unos a otros:
-¿Vienes de ver al toro?
-De verlo vengo.
-¿Y qué tal facha hace?
-Muy majo.
Eran ya las cuatro de la madrugada y el cielo prometía un día espléndido.
Realmente, el toro era un soberbio animal. No muy alto y de pata corta pero sí muy largo del testuz a la cola, gustaban los campesinos, y no se saciaban de ello, examinar su vientre recogido, las grandes cuartillas de sus remos, el relieve de los corvejones, las pezuñas casi redondas, bien hendidas y de una alucinante elasticidad. Miraban que se hartaban.
-Eh, ¿qué le parece, tío Dionisio?
¡Que es todo un hombre, Pascualón!
-Hay que tener cuidado con él: es zaíno.
Pascualón, el orgulloso Pascualón de Turégano, que doblaba con los músculos del antebrazo una barra de hierro, le miraba embobado, ardiente, bajo una pesadumbre de envidia. Le llamó:
-¡Eh, toro!...
El toro oyó la voz poderosa, volvió hacia él su cabeza y miró. Pascualón le llamó otra vez. Ésta, el toro ni se movió siquiera.
No fue operación sencilla colocar en los cuernos la maroma.
Por fin, la maroma estuvo en su sitio, atada con tanta destreza, que sin tener otros puntos de apoyo que los resbaladizos cuernos, la soga quedaba sujeta como con clavos.
La gran hora llegó. El sol salía y con él salió el toro. Arremetió contra los que se le pusieron delante y atrapó a uno de ellos como quien coge una mosca en el aire. Iba el toro a recoger al caído por su empuje, cuando la maroma, ciñéndose cruelmente al testuz, le obligó a mirar atrás. Entonces, aflojándose, cambió la dirección del animal, que se volvió contra los que le manejaban.
Pronto se convenció el toro de que había empezado para él un trabajo horrendo, y decidió librarse de él fuera como fuese. Terrible su acometida.
Los que conducían al bicho flaquearon. Un empuje brutal del toro y la maroma se partía cerca de él mismo. El animal, viéndose libre, siguió la misteriosa ruta que su instinto le dictaba, volviendo a pasar por donde antes lo hiciera, tremolando el pedazo de maroma, aún ceñida a su testuz.
Los valientes huyeron a pierna suelta, y no, por desgracia, tan de prisa, que el fiero animal no pudiera vengarse. Su camino parecía el del infierno…”

El anticristo taurino se llamaba Eugenio Noel (Madrid, 1885/Barcelona, 1936). El texto, de su obra Las Capeas (1915). La ilustración, El toro del aguardiente en Turégano, del genial pintor Andrés Martínez de León (Coria del Río, 1895/Madrid, 1978).

Conservo, casi con veneración, la postal original que se elaboró de aquel toro del aguardiente enmaromado por un tureganense que “doblaba con los músculos del antebrazo una barra de hierro”. El texto, en español, francés e inglés.


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