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Camilo nuestro que estás en los cielos

10/08/2002

Camilo nuestro que estás en los cielos, te debía esta crónica. Entre los años 1946 y 1952 recorriste nuestra tierra para escribir uno de tus libros más hermosos: Judíos, Moros y Cristianos. Está escrito con amor del grande. “Te aseguro que no saldré sin pena de esta Castilla la Vieja, lo mejor de España”, dijiste, de entrada, citando una carta de Juan Estelrich y Perelló a don Marcelino Menéndez y Pelayo.
Decías, Camilo José Cela, que Castilla no es ni bonita ni fea, sino sorprendente, extraña y sobrecogedora. Tendré que contárselo a Lucía Bosé para que adjetive mejor sus declaraciones, haga las paces con mis paisanos y se acabe esta guerra estéril y sin sentido en que anda metida con los tureganenses y con no sé cuantos más. No sé que opina al respecto nuestro paisano, el académico Rodríguez Adrados, que trató como compañero de Academia a este vagabundo que amaba de verdad nuestra tierra castellana.
Cuando quisiste vagabundear por nuestra tierra, apenas cruzaste los puertos que te traían de Madrid preguntaste al primer ser humano con quien te encontraste: “Señora, ¿tiene usted algún bocado para un hombre que va de camino?” Pero la mujer te cerró la ventana de golpe: “¡Más le valiera trabajar!”.
Al llegar a La Granja, dijiste que El Real Sitio de San Ildefonso “está en Castilla la Vieja por la misma razón que podía estar en la luna o en el fondo del mar, como las llaves”. Como es verdad, no habrá que echártelo en cara, pues sí, ese lugar “está hecho como para dar paseos con una señorita distinguida del brazo”.
Como en la Granja no te encontrabas a gusto -“la fuente de la fama está en un altozano que parece como un sarpullido que le hubiera salido al jardín”-, de vagabundo te marchaste por el camino de la sierra de Juan Ruiz, el Arcipreste y en Matabuena, tú lo escribiste, el vagabundo “pinchó un banquete de boda que le calentó las carnes, le templó los ánimos y le dio brillo a los ojos para quince días”. Luego, con la panza llena, “al camino y Dios dirá”. Aquel vagabundo tan especial, aquel gallego de mil patrias, siguió hacia Cerezo de Abajo, a cuatro leguas, a donde llegó, silbando un pasodoble torero, a tiempo de dormir en la Venta Juanilla y hablar con Sindo que persiguía un bando de perdigones que aún no habían aprendido a levantar el vuelo y que el niño de los ojos verdes cazaba para reclamo. Más tarde Riaza, “donde las calles son anchas y empedradas y los chalets de los veraneantes unos son bonitos y otros feos”, y cuando las nubes rojas y largas de la tarde empezaban a dormirse sobre los bosques, se adentró por tierras de Ayllón; sonaba el esquilón de un buey. Robledales, hayedos, brezales, pinares, chaparrales…
El vagabundo que simepre fue en tu corazón tenía su pequeña filosofía de andar, sendero adelante, por la vida. Como en Villacorta no le dieron de comer, él, “que no es más pobre que quienes le niegan la caridad”, tiró por el camino hasta pegarse con Madriguera, el pueblo de la arrería. Luego, desde Ayllón, como todos los caminos marchan hacia el Duero, se marchó a San Esteban de Gormaz y, más tarde, a Peñaranda de Duero para tocar la picota en la que tantos vagabundos habrían sido descuartizados en otras épocas. Tiempos atrás, se había especializado en picotas y guardaba recuerdo de que en Segovia, además de la de Grajera, había otras cuatro: la de la capital, la de Cuéllar, la de Sepúlveda y la de Turégano.
Desde Aranda, “pueblo importante y grandón, polvoriento, rico y, a su manera, progresista”, se puede salir por ocho caminos. El vagabundo prefirió el de Valladolid: Berlanga, Roa (donde ahorcaron al Empecinado), Peñafiel… Como no aguantaba los dolores, en Fuentidueña se dejó sacar la muela del juicio, en la calle, por un dentista sangrador que ponía el tenderete de su instrumental de esta curiosa manera: “Extendió con mimo un papel de El Adelantado de Segovia sobre el suelo ilustre, sujetó sus cuatro puntas con cuatro cantos y sacó del macuto la herramienta: el descarnador, el pulicán, el gatillo, la gatilla, la dentuza, el botador y los alicates”.
Después de admirar y disfrutar Sepúlveda y Pedraza (“Un pueblo vagabundo también al que enloquecieron las noches al raso y el camino sin fin”), hiciste amistad con un arriero que te llevó en su carro hasta Turégano, esa villa única de la que soy cronista oficial por merced y privilegio de su ayuntamiento -dijiste de mi pueblo que era “pueblo grande y señor, de buenas y viejas casas, remilgadas piedras y habitantes taciturnos y meditabundos”. Te sentiste “soldado en el Altozano y menestral en la Bobadilla”. Allí, hablando con unos y con otros, el vagabundo de tu mirada perdida recordó las cosas del obispo Arias Dávila, a los ballesteros que puso en la Villa Episcopal el rey don Pedro, y hasta se topó con un paisano, un afilador de Orense, con quien discutió en gallego, y que andaba por Turégano “silbando para espantar el hambre”. A la caza de la fortuna, había salido doncel de su pueblo –el pueblo de donde salen los hombres que afilan navajas de las cinco partes del mundo-, y al cabo de los años, viejo ya, todavía no había regresado. Tenía los dedos quemados, del oficio. Se fumaron juntos el negro y difícil tabaco de la despedida.
Después, un pie tras otro, el vagabundo se llegó, dándose un deleitoso paseo, hasta las mismas puertas de Segovia donde, a las bardas de un corralón, se acurrucó a esperar que Dios amaneciera. El día siguiente, ya en Segovia, lo dedicó a vagabundear por el Parral y por la Alameda de la Fuencisla, y como los dioses premian el sosiego, la tarde del vagabundo pasó como un suspiro: acariciadora y veloz. Se echó a dormir al pie de la iglesia de San Marcos y a la mañana siguiente cruzó la puente castellana para meterse en la ciudad. El alcázar “parecía que quería salir andando”.
Pocas cosas tan hermosas se han escrito de Segovia como las tú contaste a pie de camino. Ahora, medio siglo después, el vagabundo se ha parado a descansar para siempre y es como si me doliera algún entresijo de alma viajera pero no vagabunda. Tu vagabundo urdió algunas de las mejores gavillas del idioma español para describir nuestra tierra y sus gentes castellanas, ya no tiene que esperar a que Dios amanezca.
¡Camilo nuestro que estás en los cielos, tu cuerpo grandote y deteriorado se quedó en Iria Flavia, pero si aún conservas ganas de vagabundear, tómate una tajada con San Frutos pajarero! Te sabrá a gloria.


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