Medrano, el escudero
10/08/2001
Se llamaba Medrano –Medrano a secas– y era un viejo escudero. Vivió para servir aunque su vida siempre fuera suya, solamente suya, o al menos así pensaba él en la hora de los ensueños finales. Decían que el ruido de sus botas en los peldaños resultaba inconfundible. Por más que aseguren que hay cosas y oficios que, como el bautismo, imprimen carácter, o sea, que se tienen o no se tienen, Medrano aprendió de viejo el oficio de escudero. Nació en Turégano al comenzar el siglo XVI. Su pueblo siempre había sido de prelados y curas, por más que en poco se diferencien entre sí los amos, sean de donde sean y vengan de donde vengan. ¡Hombres de iglesia o seglares, qué más da cuando se tiene poder sobre la vida y la muerte de los vasallos! Si en algo se diferenciaron los primeros amos de Medrano de los que más tarde tuvo y a veces sufrió, era en el olor a cera de sus vestidos; ese olor iba siempre en su olfato como si del aire mismo se tratase. Sus señores naturales, los obispos, casi siempre andaban rodeados de tonsurados humildes y de seglares de poca monta; así destacaba más su dignidad de hombres de iglesia y de mundo. Nació vasallo y siempre vivió como vasallo, lo que, bien mirado, era una suerte por no tener que mandar sobre nadie ni ser responsable de persona alguna. Cuando abandonó su pueblo para enrolarse en otras aventuras, de poco le sirvieron sus naturales dones, su infancia instruida y el saber desenvolverse con esmero, pues era como si internas determinaciones hubieran condicionado la existencia del tureganense. En la mansión de los señores, las salas siempre son amplias, la servidumbre, numerosa, y la pastelería excelente, o sea, que al hombre solía medírsele por el tamaño de sus posesiones domésticas y por la abundancia de su despensa y cocina. Cuando poco se tiene ya, como le sucedió a don Antonio Pérez por esos mismos días en la prisión de la fortaleza del pueblo de Medrano, apenas se es otra cosa que el rumor de las fantasías al hablar y el tamaño de las reverencias que los criados y alguaciles te encomiendan. Cuanto más se iba apagando, más le daba por recordar a Turégano, la villa episcopal, sobre todo en los días de feria, de carnaval o de función. La gente le pedía que recitara retazos de libros de caballerías y las tradiciones fabulosas de Segovia y de Ávila de los Caballeros, en donde los últimos años de su vida sirvió de escudero y casi de padre a don Ramiro, el hijo de doña Guiomar de la Hoz y del Águila. Cuando Ramiro cumplió los trece años, el tureganense, que solía alojarse con su hija Casilda en las cuadras bajas del granero, enseñó al muchacho los rudimentos de la jineta y de la brida y, haciendo él mismo una lanza ligera con gallardetes y cordones, mostróle el modo de manejarla; también el uso y arte de la espada. Hablaba y contaba mil anécdotas de doña Urraca, del rey don Pedro, del obispo Lope de Barrientos, de don Álvaro de Luna, de Juan Arias Dávila, del rey Fernando… Sabía canciones de barberos y caminantes, toda la vida en verso del moro Abindarráez, e innumerables letrillas que cantaba con áspera voz, al son de una vihuela, dándose vuelta los párpados para remedar a los ciegos: “Ya íbamos llegando a las galeras, los moros escopeteros, después de consumir toda la pólvora, no podían ofendernos, atajados por nuestras picas…”, contaba. Cuando cierta tarde deleitaba a la concurrencia con sus andanzas, “una hermosa mujer, extremadamente pálida, toda vestida de negro, penetraba en la estancia. Sus ojos fosforecían en la penumbra como humedecidos por lágrimas recientes…” Traía a Ávila la noticia de la muerte de la más ilustre abulense de todos los tiempos: “Ya no volveremos a ver a la madre Teresa de Ahumada. Acaba de entrar en el gozo del señor, como una santa, anteayer, en Alba de Tormes”, explicó a Medrano y a sus boquiabiertos contertulios. Siendo muy niño, en Turégano Medrano, desgraciadamente, dio muerte con una navaja al hijo de un alguacil; bien que se arrepintió de ello toda la vida. Después de cuatro años de cárcel, sus padres quisieron colocarle en una tienda de platero y se desgarró para siempre: “le vino repugnancia por todo oficio mecánico”, o sea, que se hizo aventurero. Tal aversión y un exceso de voluntad errabunda le arrojaron por el camino soldadesco. La mitad de su vida la pasó sirviendo al emperador Carlos V y al monarca don Felipe II en los galeones y galeazas armados a la ligera para tomar represalias sobre los pueblos desprevenidos o caer de improviso sobre algún cargamento del turco. Conoció las islas del Levante y los menores recovecos de los golfos. Soldado y marino a la vez, conoció la sarna, las bubas y algunas enfermedades vergonzosas que se tomaban en los puertos. Las heridas de pica, de espada, de saeta, las porras, y las quemaduras de los asaltos fueron las especias en que se guisó de continuo su azarosa ventura. Dos veces estuvo a punto de morir en la horca. En el año 1590, en Gelves, cayó prisionero del turco y le llevaron a Constantinopla puesto al remo de una galera que cargaba materiales para el palacio del Sultán. Fue uno de los que mataron a los guardas a pedradas para huir a Sicilia en el bajel. Vaya aquí este homenaje a un tureganense tan singular e ignorado al que una fiera y pálida cicatriz señalaba en lo alto su frente bronceada por el mar. Desde mucho antes de que arrastrara sus castellanas espuelas por las losas de Nápoles, dicen que tenía ojos grises de ave de presa y pupilas duras donde chispeaba la brasa del orgullo.
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