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1687.- De libros y otros escenarios. Leyendo a Graham Greene, Leopoldo Durán y Miguel de Unamuno

22/02/2013

En busca del 340

Un personaje singular. Un sabio sin coraza. Hablo de Leopoldo Durán y me asalta la nostalgia al recordar algunas conversaciones de pasados veranos en Galicia.
Ya escribí en su día sobre "Monseñor Quijote", la novela de Graham Greene, pero no conocía por entonces a Leopoldo Durán y no supe entender algunas de las claves de aquel hermoso libro.

Con una copa del mejor blanco del mundo, el albariño cepas vellas de Ferreiro, Leopoldo Durán, el gran amigo del autor de ‘El Poder y la Gloria’, me explicó hace años su versión de primera mano sobre algunas vicisitudes y circunstancias de “Monseñor Quijote”. Nadie llegó a conocer tan rigurosamente la vida y la obra de aquel narrador, dramaturgo y guionista cinematográfico que con tanta pasión reflejó los conflictos espirituales de un mundo en decadencia.

Cuando aquella tertulia galaica, Leopoldo tenía ya casi noventa años pero parecía tener 33, o sea, la edad dorada en la que dicen que los jóvenes se vuelven hombres ("En el fondo de nosotros mismos siempre tenemos la misma edad”, escribió en otra de sus novelas Graham Greene).
Leopoldo siempre era ameno de conversación y razonamiento. Sin pretenderlo, enriquecía a quien le escuchaba. Greene le dedicó esa novela y en el último capítulo de la obra le convirtió en protagonista -Viajaban juntos por los escenarios manchegos, castellanos y gallegos por donde discurren las aventuras y conversaciones del padre Quijote. Los dos en compaña de Enrique Zancas, el ex alcalde comunista de El Toboso. En la novela, el padre Quijote es monseñor por arte de birlibirloque, y Rocinante, un SEAT 850 que acaba estrellándose contra el monasterio de Osera, el llamado “Escorial de Galicia”-.

En 1996, Leopoldo Durán publicó un hermoso libro, “Graham Greene, amigo y hermano”, donde relataba magistralmente su ligazón amistosa y fraternal con aquel escritor inglés que por parte de su madre descendía de Robert Louis Stevenson y con quien se le comparaba frecuentemente.
Era un libro abierto, y su conversación, más descarnada que su pluma; al menos más entrañable, así recuerdo a Leopoldo Durán.
Escribió en su día Graham Greene: «Cada año tomábamos la misma ruta: hacia Galicia, la tierra natal del padre Durán, camino de Salamanca, en donde visitamos el nicho numerado —que no puede llamarse tumba— de Unamuno. Delante de aquel nicho número trescientos y algo, Monseñor Quixote vino a la vida por vez primera, y él me obligaría a que pensase sobre él cuando nos paráramos en un prado para beber un vaso o dos de nuestra carga, antes de la comida, o en un frío desfiladero montañoso cuando descorchásemos mi whisky».
Leopoldo me aclaró: “A la entrada del cementerio de Salamanca preguntamos por la tumba de Unamuno y la encargada del camposanto nos dijo: “¿Unamuno? El número trescientos cuarenta”. Aquella fría referencia nos llegó al alma y delante de la lápida número 340 (la del epitafio: «Méteme, Padre Eterno, en tu pecho, misterioso hogar») nos miramos con desasosiego y Graham me dijo: «Leopoldo, tienes que escribir un artículo titulado ‘En busca del número 340’».
“Y en vez de un artículo escrito por mí, Graham Greene escribió un hermoso libro: “Monseñor Quijote”, me confesó con cierto orgullo, casi con sentimiento de autoría compartida.

Si no anduviera ya aquel amigo sabio en rutas de desconocidos mapas, a Leopoldo Durán le ofrecería gustoso, “el mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal, y el mejor amor, el de los niños”. Algo que escribió Graham Greene, aquel inglés desconcertante y genial que ofrecía a Leopoldo wiski escocés mientras le pedía un Marqués de Murrieta.
"De haber conocido este albariño, Graham lo hubiera llamado milagroso", me confesó en cierta ocasión mi amigo Leopoldo Durán. Tenía la voz atrincherada.


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