1610.- Indignados27/08/2010
Confieso abiertamente mi indignación con los Mouriño y los Guardiola, los Alves y los Pepes, los Marcelo y los Piqué, los Casillas y los Messi, los tirios y los troyanos, los del este y los del oeste, con los del norte y los del sur también.
Solo los hormigueros son sociedades perfectas, y eso jode. En las nuestras, cada miembro no se sacrifica por el bien común. Cuando nos volvimos hombres, rompimos el hormiguero y nos planteamos la coña de la felicidad. Plantearse un problema es lo que hace al hombre feliz o infeliz, sosegado o indignado. Estamos donde estamos y no podemos remediarlo, solo soñar. La inteligencia tiene esos desajustes.
Con los violines vibrando detrás de las colinas, indignado estoy también con quienes se bautizan a sí mismos “indignados” de todos menos de sí mismos. Bien lo sabía Sancho Panza: “Soy más mantecado que mi señor pues le sigo y le sirvo”. Me confieso indignado de los indignados hasta esconderme bajo las sábanas de la vergüenza ajena. La falsa indignación es una necedad provocadora, una escultura en tiempo muerto en el rincón más negro del corazón.
Puesto a especular, pienso que Sancho es más creyente que don Quijote. Así, de memoria, creo que estoy copiando a Papini, aquel florentino tan especial. Igual que muchas veces copio descaradamente al poeta Baudelaire, mi trofeo incombustible. Don Quijote creía (o fingía creer) en los antiguos caballeros. Sancho creía en don Quijote, algo mucho más peligroso y necio. Don Quijote, en el rincón más negro de su corazón, era un hombre cansado de lo usual. Por eso buscaba cabreros y religiosos, arrieros y duques, labriegos y caballeros, posaderos y enamorados, bandidos y bachilleres... Hasta se buscaba un amor absolutamente vulgar y para pasar por loco convertía al monstruo en princesa encantada. La locura fingida le ofrecía un camino de liberación. Se hacía charlatán, artista, adoptaba veleidades de guerrero, de aventurero, de benefactor… Todo para dar tono a sus discursos y proporcionar una justificación a su salida de un lugar de cuyo nombre nadie quiere acordarse. Sancho siempre encontraba en la creciente veneración por su dueño un ideal terreno inmensamente alejado de sus bienes seguros. Tenía un sueño y se lanzaba a seguirlo con la disculpa de su lealtad al amo que le despreciaba aunque le escuchaba (se sabe que escuchar es la virtud más admirable de los hombres, de cualquier hombre, loco o cuerdo, rico o pobre).
Los indignados del 15M no escuchan, pero por demagogia algunos hacen como que les escuchan. Ejecutan planes que suponen suyos. Se parecen a esos locos graciosos que no hacen gracia más que a los correveidiles de su amo. Cuando las hormigas comprendan que lo que es bueno para el hormiguero no es lo mejor para ellas, se volverán desesperadas y se plantearán si son felices o infelices. Se llamarán a sí mismas “indignadas”.
Con el viento de la mañana que sopla sobre las linternas, “es la hora del enjambre de los sueños malignos” (gracias de nuevo, Baudelaire). Es la hora de los indignados. La de las locuras fingidas de don Quijote, un pretexto bien ideado para correr mundo y meterse en líos remediables, y la de las locuras reales de Sancho Panza, las del hormiguero al garete (el desvío del rumbo de una nave a causa del viento, el mar o la corriente).