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1403.- Ponme a Luciano

23/04/107

Mira amigo, amiga también -me acojo a los géneros gramaticales y esquivo las incursiones del loco lenguaje sexista; nada que ver el género con el sexo, sólo faltaba-. Te decía, amigo, que sólo dos o tres cosas verdaderamente incomparables llegan al caletre de los humanos (humanas también, no insistiré) a lo largo de su más o menos dilatada vida, y esas dos o tres genialidades llegan al caballo de la pluma o de la palabra como inventos únicos o como enmiendas a la totalidad. A veces, como una canción.
Hoy te diría que ZP anda en ascuas voraginosas. Suda la camiseta cuando se acoge a Pedro Solbes y excreta adrenalina cuando se hospeda en la Carme Chacón o en la Maleni, dos cenicientas sin zapato de cristal. Te lo ilustraría por lo bajinis pero en vez te digo que ha muerto un hombre cuya voz sigue viva en el per saecula. Igual que un ángel custodio que revolotea de alma en alma multilocándose en su misión seráfica, furtivas lágrimas desde Talavera al Kilimanjaro, de la Puerta de Cuartos a la cumbre más alta de África, aquel volcán.
Hace semanas, Pavarotti, enfermo y lleno de dolores explicó a un amigo: “Si me invitaras a cenar y, para complacerme, pusieses una de mis viejas interpretaciones, te dejaría plantado y daría media vuelta para irme. Ya no me gusta escucharme, ponme a Plácido, por favor.” Una frase del acta de su martirio (“Al canto de los órganos, Cecilia cantaba”) le valió a una medio paisana de Pavarotti para ser la patrona celestial de los músicos. Llevaba meses esperando impaciente al hijo del panadero de Módena. “Ponme a Luciano”, decía sobresaltada. Y así ahora.
Luciano era el único hijo varón de un panadero de las afueras de Módena, la tierra del vinagre balsámico y del «lambrusco», ese vino insoportable –también Enzo Ferrari, el fundador de la famosa escudería, nació en Módena-. De joven, fue vendedor de seguros y quiso ser portero profesional de fútbol pero se hizo maestro de escuela.
Triste a pesar del bacalao al club ranero, te lo escribo tras una cena en el Bola-Viga, un viejo santuario de la cocina tradicional vasca, al pie de la plaza de toros de Vista Alegre en Bilbao. El otoño es ya un barco con las velas desplegadas. La noche se pasea en luna nueva y, como en la Romanza de Leandro en “La Tabernera del Puerto” de Pablo Solozábal, un músico vasco, “los ojos que lloran no saben mentir”.
La voz humana puede llegar a ser arte puro. Caricia apacible. Arrumaco seductor. Absorbente abrazo. Beso turbulento. Furtiva lágrima. ¿Qué ángel acariciaría a Puccini cuando el nesum dorma (que nadie duerma) de su “Turandot”? Dios, ponme a Luciano: “¡Disípate, oh noche! ¡Tramontad, estrellas! ¡Tramontad, estrellas! ¡Al alba venceré! ¡Venceré! ¡Venceré!”- Giacomo Puccini, otro paisano de Pavarotti, dejó la ópera inacabada pues al escribir esas notas se murió: “All’alba vincerò! vincerò! vincerò!”
Los ángeles y las estrellas llevaban meses afinando sus violonchelos del cielo para abrazar a Luciano: “Che bella cosa na jurnata ‘e sole, ‘o sole mio sta ‘nfronte a te!” Los ángeles, sólo alma. Las estrellas, sólo luz.
Y como ya no me gusta escucharme, pongo a Luciano, l’elisir d’amore, para despedirme.

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