1301.- Se acerca el huracán
No caeré en la trampa de imitar a Erasmo y hacer un “elogio de la locura”, pero es que ésta se ha apoderado de una gran parte de la clase política española y estamos a punto, una vez más y van más de treinta, del desastre más desastroso de todos los desastres: los unos contra los otros hasta desangrarnos.
No es la nuestra la locura de Unamuno en su prólogo a la Vida de don Quijote y Sancho, cuando el vasco convocaba a la conquista del sepulcro del caballero andante, o cuando a ratos Sancho es quijotesco y Don Quijote sanchesco. En un momento tan crítico para nuestra nación, ni caeré en la trampa de esperar con los brazos cruzados ni en la de esperar con los brazos abiertos. Mientras huyo de la coartada de esperar que suceda algo diferente, intento no caer en la engañifa del esperar sin más. Y como no soy nadie para sentirme protagonista del duelo fratricida, dejo que las estrellas del envite hagan lo que les venga en gana. Intento, eso sí, que nos dejen en paz a los sufridos sufridores. Deseo que nos cojan confesados y es lo que hago: confesar lo que pienso -en su ‘Elogio de la Locura’, dice Erasmo de Rotterdam: “A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la boca”-. Y pienso que el muchacho que habita en la Moncloa vive en la utopía rastrera del talante insensible y maneja el hisopo como un ventilador. A todos y a todo dice que sí.
Es como el Mulla Nasrudin cuando aquello. Me explico: el sin par Mulla Nasrudin, de quien continuamente se duda si era un santo o un loco, en cierta ocasión, con reticencias y para ponerlo a prueba, fue elegido juez local durante una semana. Llegó su primer caso procesal. Se trataba de un litigio entre dos partes sobre la propiedad de un terreno. Nasrudin dio la palabra a la parte acusadora. El querellante estuvo tan lúcido, tan seguro y convincente que el Mulla, dejándose llevar por el entusiasmo, aplaudió arrebatado: «¡Tienes razón, tienes razón!» El secretario del Tribunal, escandalizado, advirtió al extraño juez: «¡Pero si no has escuchado a la parte contraria!» Nasrudin se calmó y, desganado, dio la palabra al abogado defensor. Pero como éste también fue claro, penetrante y con una argumentación insuperable, Nasrudin, fuera de sí, le interrumpió: «¡Tienes razón, tienes razón!» El secretario perdió entonces la compostura y se levantó para inclinarse hacia Nasrudin con el dedo amenazante: «No seas idiota, no pueden tener razón las dos partes.» Y Nasrudin, aquel señor de tan adorable y estúpido talante, replicó igual de eufórico: «¡Tienes razón, tienes razón!»
Aunque sean otro cantar, los relatos de Nasrudin, el popular anti-héroe de las enseñanzas tradicionales del Oriente Medio, fueron uno de los métodos más ingeniosos que tenían los sufíes para romper su forma habitual de pensar. Como cuando, en una de aquellas fábulas de sabia y absurda lógica, un juez pidió a Nasrudin que le ayudara a resolver un problema legal. “¿Cómo me sugerirías que castigue a un difamador?”, le preguntó. “Córtales las orejas a todos los que escuchan sus mentiras”, replicó el Mulla. O como cuando inició un viaje hacia tierras lejanas provisto de una cimitarra y una lanza y, en el camino, un malandrín cuya única arma era un bastón se le echó encima y lo despojó de sus pertenencias. Cuando llegó a la ciudad mas próxima, el Mulla contó su desgracia a sus amigos, quienes le preguntaron cómo había podido suceder que él, estando armado con una cimitarra y una lanza, no hubiera podido dominar a un ladrón armado con un modesto bastón. Y Nasrudin replicó: “El problema fue precisamente que yo tenía las dos manos ocupadas, una con la cimitarra y la otra con la lanza. ¡No podía defenderme!” -así algunos políticos nuestros: llevan en cada mano un arma terrible (la ley y la fuerza) y el ventilador de sus hisopos les impide utilizarlas-.
Con el peligro de acabar con las orejas cortadas por escuchar las voces y los ecos, lo cuento, ya dije, para que el negro futuro me encuentre confesado…