1286.- Huele a chamusquina
«Emily», ese huracán del mismo nombre que la hija de Eva Braun, el amor de Hitler, ha fulminado a mi compañero inseparable de centenares de días, miles de horas y millones de minutos –casi siempre con él y en él, usando y abusando como si de un perro fiel se tratase–. Mal final tuviste, amigo. Entre errepañis y tal vez algún buchante (yo me entiendo), los chorizos y truhanes acuchararon las últimas horas de tu vida.
Hablo de mi coche, claro. De noche me lo robaron, como al carro de Manolo Escobar –noche de miércoles–, y de noche me lo devolvieron, noche de viernes noche, calcinado como un sanlorenzo. En el Madrid de la vida en prisa, el «Emily» que se llevó a mi compañero y amigo ha sido un huracán de drogatas, pillos de andar por casa y malandrines descerebrados. A Manolo Escobar le robaron el carro en una romería, y a mí, en la puerta de mi casa y delante de las narices del puesto de seguridad privada que hemos contratado los vecinos para evitar estas cosas. Creyendo los ladrones que eran de oro de lo limpios que los tenía, al carro de Manolo le quitaron los clavos que relucían. Al mío, le han quitado hasta el bluetooth. El de Manolo, donde quiera que esté será suyo porque en él se crió allá en el río y, si lo llega a encontrar, irá en su carro de amor por el camino. Los restos del mío, ya no me pertenecen: son propiedad de una Compañía de Seguros que me pagará una desfachatez irrisoria que llaman “valor venal”. El de Almería gastó en su carro una fortuna, pero en sus noches de amor, preguntando, buscó por todas partes y lo encontró sin aparejos. En el mío, gasté también un capital y, el pobre, ha sido víctima del enloquecedor Emily de la marginalidad madrileña.
En tus últimas horas de vida has conocido un submundo que debió escandalizarte: sobresaltos, jeringuillas, huidas y acelerones, gritos y palabrotas desquiciadas –“¿Qué me pasa, qué he hecho yo para merecer esto?”, rumiarías al recordar el mimo que intenté darte (aunque no fuera más que por lo caro que me costabas, bribón)–. Apalanques, barbós, burlangas, palabras del chabolo, olores de lumi y miedos de sirla, arguilas, bichos, caballos, chicharras, chocolate, chutes, chinos, garlopas, porros…, yo qué sé. En dos días y tres noches has tenido más sobresaltos y experiencias que en los años que viviste con quien en tu honor estas cosas escribe y tanto te recuerda.¡Muchas huellas culpables debieron estampar en tu cuerpo bien cuidado, cuando, al abandonarte, los fulleros te requemaron hasta las cejas del chasis!
Te ganaste a pulso el homenaje póstumo que ahora te aderezo. Junto a ti, he conocido caminos vecinales y autopistas de última generación, catedrales, giraldas, acueductos, montañas, valles, amaneceres y atardeceres, amores y desamores, alegrías y tristezas… Me acompañaste en bodas y en bautizos, en reposados viajes y en atolondrados piques. En tu cielo de fibra han resonado Sinatra, Bob Marley, Moustaki, Cole Porter, la Sonata KV-300I de Mozart, el Cada Noche te Esperaba de Rosana la de Lanzarote, las Lágrimas Negras del cubano Bebo Valdés y Diego el Cigala, y hasta la Serranilla Turégano, esa joya del maestro Moreno Torroba esculpida en paraísos sonoros por el guitarrista Andrés Segovia. Te retorno la sintonía, amigo devastado, pues, en la soledad del desbarate, hablas sólo con duendes.
Hemos cohabitado del bracete en casi todos los rincones de España y parte del extranjero y, al menos durante un mes al año, en la bella Galicia, esa tierra en la que, para echar del Gobierno autonómico a los populares, los nacionalistas y los socialistas se han enredado en un tejemaneje de incertidumbres que ojalá no nos lleve a panoramas tan inhóspitos como el desguace en que tú andas.
A ti, que tanto navegaste, te han anclado en un cementerio de chatarra sin ningún epitafio sobre tus sueños rotos. Hueles a chamusquina, pero ¡gracias por todo, amigo!