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1236.- Amores perros



Hubo una vez un San Bernardo que salvó a cuarenta personas de morir congeladas en la nieve pero al que un montañero medio muerto le confundió con una fiera y le disparó a bocajarro. Aún tuvo tiempo el pobre perro de acudir, arrastrándose, hasta el convento cercano para avisar a los monjes de que salvaran de la nieve al viajero moribundo. Barry, el perro, falleció a causa de la herida y de la sangre que perdió en los esfuerzos para salvar a su matador. Con ejemplos así, ¿cómo no comprender a Lord Byron cuando escribió el epitafio para la tumba de su perro?: “Poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes del hombre sin sus vicios…”
Igual que la pequeña isla de la ría de Pontevedra, mi perro se llama Tambo. En la entrada de aquel paraíso gallego se encuentran la isla de Ons y sus satélites (los islotes de A Centola, Onza y A Freitoxa), en la base, Tambo, un delirio fascinante como mi schnauzer miniatura blanco. Hasta que él llegó, siempre pensé que tener un perro era un fastidio, un engorro legalizado, pero si al hecho de no dar tras pies por el mundo se le llama suerte, el mío es un perro afortunado. No es un bull terrier, siempre dispuesto a la lucha, él es acariciador, meloso y, como el islote de Tambo, tiene un halo de oscurantismo. Según la leyenda, el Monasterio de San Xoán de Poio fue fundado por San Fructuoso cuando llegó caminando sobre las aguas desde la Isla de Tambo, cercana también del monasterio de Armenteira, donde San Ero pensaba en el Paraíso y pedía a la Virgen María que le permitiere conocer las delicias de los bienaventurados y que, en uno de sus paseos por el monte Castrove, al pasar por un regato de agua cristalina donde un jilguero cantaba su “lediza” primaveral, tanto se enajenó con los trinos del pajarillo que allí pasó embelesado quinientos años -lo cuenta Alfonso X el Sabio, que también cantó a la isla de Tambo-.
De niño, sólo tuve canes de estar fuera de casa. Con éste, todo es diferente sin necesidad de leer las instrucciones del folleto de entrega: usa secador de pelo, collar antiparasitario, se vacuna a tiempo y en forma, no se deja pelos por la casa, usa colonia canina, hace pises y cacas fuera de casa y se recogen sus excrementos en una bolsita de plástico, lloriquea de vez en cuando como un niño caprichoso, cuando ladra, ladra compasivamente, vuela en cabina cuando vuela en avión, va al veterinario, a la peluquería, se corta las uñas, se acicala los enormes bigotes, sabe dar la manita cuando se le pide, tumbarse a la de ‘plas’, levantarse sobre sus patitas traseras... No entiende de política (ni falta que le hace), pero bajo su piel lleva un chip por si se pierde.
Me mira con ojos mansos, lame mi mano, reposa en mi regazo, pero no sé si ha tenido suerte por venir a mí o si con ello ha perdido su condición de perro callejero (tan atractiva por otra parte pues tendría muchos más amores perros). A los sin raza, en Galicia les llaman "palleiros". Tambo no es de esos: tiene pedigrí, historial de antepasados ilustres, casi sangre azul, sus ojos miran y al mirar dicen y dicen, ojos morriñosos, de reconocimiento, sin pesadumbres, igual que los enamorados, la gente algo chiflada y sensible y hasta algún que otro porrero sin malicia. Al hablar de los perros callejeros, un poeta inmenso escribió que siempre están listos para salir a caminar pues aman de manera atrozmente inconfesable.
Como casi es un bebé (tiene ya siete meses), le consiento más de lo que debiera, pero ¿cómo negar a alguien lo que un día le das entre sonrisas? Tendrá pocos caminos de sol y tierra, pocos prados verdes que explorar, no escuchará palabrotas, no será un perro de albergue, de los que se amontonan en espera de una adopción, ni tampoco el perro de San Roque, aquel que cuando su amo cogió la peste y se internó en el bosque para no infectar a los vecinos de Piacenza buscaba al santo para llevarle panecillos y lamer sus llagas pestilentes -Tambo sabe lamer las llagas del alma y se suicida a cada instante para hacer más acogedora la vida del prójimo-. Se parece a Mary Poppins cuando sopla el viento del Este…

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