1035.- A Esteban Vicente, desde Turégano, su pueblo10/08/1991
Dicen que eras el último vanguardista vivo de nuestro país. El pintor más sobresaliente de la escuela del expresionismo abstracto de Nueva York y con mayor lirismo que el resto de los expresionistas americanos. Si hubieras vivido la misma cantidad de tiempo que los demás pintores, que los demás humanos, si hubieras muerto a la edad de tus ídolos, de Zurbarán o de Juan Gris, nadie habría sabido aquí de tu existencia. Pero cuando tenías ya más de noventa años, en España empezamos a celebrarte. Te cubrimos de gloria, de condecoraciones. Hasta te hicimos un museo en el antiguo palacio segoviano del rey Enrique. Un museo para ti solo, con tu nombre como bandera y como gancho. Los que saben de esto dicen que tu pintura era, es, desnuda y espléndida a la vez, que en ella van unidas sutileza e intensidad. Aseguran que contigo, Esteban Vicente, desaparece uno de los mejores pintores españoles y norteamericanos. ¿Qué sentías -¡goodbye!, ¡adiós!, ¡feliz regreso a las estrellas!-, sintiéndote americano y español al mismo tiempo?
Ya no quedan vanguardistas pues todos los periódicos de España han dicho que eras el último. El vanguardismo, que es un nombre genérico con el que se designan ciertas escuelas o tendencias artísticas nacidas en el siglo XX, tales como el cubismo, el ultraísmo, etc., se ha quedado en el recuerdo de un siglo ya desaparecido donde hubo dos contiendas mundiales y una sangrienta guerra civil entre españoles. Si ya no quedan vanguardistas, ¿qué hay ahora flotando en el arte y en la historia nuestra?
Mira, Esteban Vicente, paisano, mi abuelo, Victoriano Borreguero, que era el alcalde de Turégano el día en que viniste a este mundo del que acabas de marcharte, era amigo de tu padre. Lo dejó escrito en uno de sus cuadernos*: "Mi amigo Toribio ha tenido hoy un niño que se va a llamar Vicente". Mi abuelo era el alcalde y tu padre el comandante del puesto de la guardia civil: cada uno en su sitio, juntos en el banco de autoridades de la iglesia, juntos en el palco improvisado de las corridas de novillos... Codo con codo en la procesión del Corpus y en la de la función de septiembre, los dos detrás de don Pantaleón, el párroco, vestido de capa pluvial. Todavía vivía el obispo en su villa de Turégano, aunque sólo ya durante el verano, en el palacete del Jardín del Burgo que se construyó sobre la iglesia de Santa María y que anda hoy en ruina franca. Naciste en el viejo cuartel del altozano, parroquia de San Miguel, y te bautizaron en el castillo, en una bellísima pila bautismal románica que es única como algunas otras cosas de tu pueblo hermoso y único. Mi abuelo y tu padre se llevaban bien. Se trataban de amigos y jugaban la partida juntos: el alcalde, el médico, el farmacéutico, el cura, el maestro, el comandante del puesto...
Aquel año, mi abuelo tuvo una tremenda desgracia familiar, murió su primera esposa, y tu padre estuvo a su lado como un amigo de verdad. Muy pronto la antigua desgracia se convirtió en feliz encuentro, y mi abuelo se casó con mi abuela. Allí estaba también tu padre dando fe y calor al nuevo proyecto de vida. Cómo eras tú, cómo aprendiste a andar, tus juegos al escondite, al chito, a los bolos nuestros, el michel delante, con qué niños te echabas las tabas de carnero, ¿chucas o tabas?, en la plaza, en las murallas del castillo, si paseabas por la alameda, si buscabas nidos de jilguero y de alcotán, si trepabas a los árboles para coger manzanas, si sentías admiración por los cerezos en flor y gusto por su fruto que es gloria bendita, si te gustaba ir a vendimiar y hacer lagarejos a las niñas, si alcanzabas las peras más altas de los donguindos, las más sabrosas, tus baños en el río, los cangrejos pescados sin reteles... En nada te diferenciabas de los demás niños. Uno más en las manos de don Mariano Martín Zarracín, el mejor maestro según dicen que ha tenido Turégano, que cambió el destino de docenas de niños que pudieron aprender de él y con él y al que mi abuelo puso un sueldo suplementario para que enseñara por las noches a los adultos. Nada de eso dejó escrito de ti el abuelo porque eras un niño normal que hacía lo que los demás niños tureganenses, lo mismo que hicimos todos.
Eso eras y hacías tú hasta que volaste por el mundo y dejaste de ser uno más para convertirte en genio y todo eso que ahora dicen de ti. ¿Cómo iba a sospechar aquel alcalde que cuando, casi un siglo después, muriera el hijo mayor de Toribio, todas las emisoras de televisión y de radio se ocuparían de glosar su figura, y que en todos los periódicos del país iban a aparecer páginas y más páginas, ríos de tinta, para decir que se había ido un gran pintor pero que quedaba con nosotros su obra inmensa?
Mira, Esteban, según ha dicho Elvira González, tu galerista madrileña, "te has muerto elegantemente, sin hacer ruido, sin molestar; tal y como habías vivido", y eso es lo que ahora importa. La mayoría de tus paisanos te habrían entendido mejor si, al reencontrarte, tu pintura hubiera continuado en la misma línea anterior a los años cincuenta, cuando revivías en el lienzo vistas de las Ramblas de Barcelona y de sus cafés del puerto, cuando acariciabas en color los paisajes de Ibiza. Después te zambulliste en el mundo de lo abstracto y lo abstracto se encontró con una de sus figuras más importantes. Lo abstracto, tú lo sabías, lo sabes, es aquello que significa alguna cualidad con exclusión del sujeto, el arte que no pretende representar seres o cosas concretos y que atiende solo a elementos de forma, color, estructura, proporción... Y como eras el mejor, en tu paleta las cosas se hacían sentimiento personalísimo: los azules, los rosas, los amarillos, los naranjas. También los cenizas y los ocres, tus rojos que cabalgan sobre el aire invisible y se hacen patetismo lento.
A tus paisanos les era muy difícil entender lo que hacías, Esteban Vicente. Quizás no estemos hechos para la abstracción y necesitemos encontrar la figura y el instante palpable. Nosotros, los tuyos, mirábamos uno de tus cuadros, nos gustaba e intentábamos ponerlo nombre. Decíamos: "Es un monstruo saliendo del mar"; o tal vez, "Una cárcava llevada a Carraescalona". Y luego descubríamos que tú lo habías titulado: "Day time". No acabábamos de entenderlo, aunque supiéramos que eras nuestro paisano más famoso y que todo el mundo celebraba tu obra extraordinaria. Nos encantaba saber que eras el mejor en lo tuyo, que todos reconocían tu liderazgo indiscutible.
Los críticos de arte, los que saben de verdad de todo esto, dicen que tenías una mirada luminosa que sabía ver más allá de las cosas para captar irradiación, luz que hacía vibrar el color hasta hacerlo palpitar internamente en las formas, las figuras, los trazos y los perfiles. No se entiende del todo qué es eso de hacer vibrar el color sin figura, pero nos gusta que así sea, que tú sepas hacerlo y sugerirlo. A pesar de ser un artista abstracto, eras un gran maestro y eso es lo que importa.
Tu hermano Eduardo también fue pintor. Como se quedó entre nosotros, en la España de pandereta y cartilla de racionamiento, se dedicó al Madrid castizo, de desmontes y merenderos, de escenas del Rastro. Tus paisanos entienden mejor esa pintura, la disfrutan más aunque tenga menos mérito. Pero ¿qué es entender sino profanar un poco?
Habías dicho que cuando dejaras de pintar te morirías, "y al final es lo que ha pasado, dejó de dibujar hace unas semanas y todos sabíamos qué iba a pasar, lo que no sabíamos es cuánto iba a durar". Es lo que ha dicho Harriet, tu viuda y tercera esposa, en estos días de luto y dolor. "Murió tranquilo y apacible", ha dicho también. Tus paisanos se alegran de saberlo. Les gusta que hayas muerto así, tranquilo y apacible como los hombres de bien, por más que nazcan en un viejo cuartel segoviano o mueran en su casa de Long Island.
Aunque el sol sea el mismo en Turégano que en Manhattan, la gran Babilonia del dinero y el poder, morir tan lejos del lugar que te ve nacer es llevarse en la retina una luz diferente de la primera que te encuentras al venir al mundo. Pero cuando Harriet ha cerrado tus ojos muertos, debajo de tus párpados flotaron, como jilgueros dormidos, los destellos de nuestra luz y la nostalgia de lo nuestro.
Afortunadamente nos queda tu museo, que debiera estar en tu villa pero que está muy bien en Segovia pues allí lo verá más gente. Y además siempre habrá Atilanos que prefieran lo grande a lo pequeño, la multitud a la soledad, lo perfecto a la ruina, y eso está bien porque ayuda a la fama y a morir un poco menos. Tu pueblo, cada vez más corvo y menos fuerte como el báculo quevediano, con sus muros, si un tiempo fuer tes, ya desmoronados (ahora un poco más con tu marcha) no tiene cosa en que poner los ojos que no sea recuerdo de la muerte.
Eras un vanguardista genial que te hiciste amigo de Juan Ramón Jiménez y de Pedro Salinas. Del de Moguer, nos dejas en el alma aquéllos versos suyos:
"¡Parece que también vamos a ser
perennes como tú,
que vamos a volar del mar al monte,
que vamos a saltar del cielo al mar,
que vamos a volver, volver, volver, por una eternidad de eternidades!".
Del segundo, de Salinas, que se murió justo hace medio siglo:
"Para morir no quiero
islas, palacios, torres.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
No quiero que te vayas,
dolor, última forma de amar.
¡Qué paseo de noche
con tu ausencia a mi lado!
Me acompaña el sentir
que no vienes conmigo".
Tus restos, Esteban Vicente, paisano, que están a punto de llegar al jardín de tu museo segoviano para hacer guardia en tu galería ilustre, serán ceniza mas tendrán sentido, y, como en los versos de Quevedo, polvo serán, más polvo enamorado.
Nota: En mi libro El Señorío Episcopal de Turégano, que publicaron al unísono la Diputación Provincial y Caja Segovia, y que anda ya agotado prácticamente, dedico un capítulo entero a estos cuadernos singulares que dejó escritos mi abuelo.