1193.- Guerra de colores
Rojos contra azules, blancos contra verdes, amarillos contra fucsias… O diré mejor ‘versus’, el contra de los latinos, que suena a rabieta sin sangre como cuando se enfrentan los ronaldos y los ronaldinhos, samba xeitosa.
Por más que nos parezca ahora el principio de los tiempos, muchos años llevábamos los hombres pisando este planeta hermoso. Era antes, mucho antes, de los tiempos míticos de Matusalén bendito, el patriarca hebreo abuelo de Noé y padre de Lamec, aquel que según la Biblia vivió 969 años (como si hubiera nacido al llegar los moros a España y aún viviera cuando nuestra Isabel dio un golpe de Estado en Segovia y se empeñó en hacer llorar a Boabdil el Chico, una loca de la colina). Bueno, pues mucho antes de que la madre de Matusalén pariera a su hijo, los colores languidecían en su monótono poder: verdes de campiñas verdes, azules de cielos azules, rojos asesinos, grises de prolongada exactitud… Estaban también el púrpura, el lila y hasta el color satén, que es una especie de ternura dolorida que no se sabe si llega o si se va, como el gallego del cuento. Siempre esclavos de mil señores con fortuna, los colores servían para disfrazar las cosas de aguacate, de cántaro, de árbol, de idea… Eran accidentes adheridos a la sustancia: el ‘ens in allio’ de los escolásticos trasnochados y los filósofos voceras.
Hasta que se armó la marimorena, el mundo era una guacamaya de plumón hiriente. En aquel paraje idílico, cada cual era feliz en función de sus ansias de jarana.
Una mañana blanca a medio gas, el gris plomizo de azoguejo en noviembre se acercó al omnipotente verde y le susurró al oído: “¿No has pensado que tú deberías ser el rey de los colores? Árboles y plantas se visten de ti y además todos los animales viven gracias al oxígeno que produces”. Las aviesas intenciones desperezaron al color gris y, siempre tan modoso, sin pensárselo dos veces convocó a todo quisque para filtrar, con flema de diputado vitalicio como casi todos los señores que van de gris por la vida, que él era el verdadero rey de los colores.
La asamblea cromática, no por el hecho sino por la forma de encubrir la conjura, se revolvió en sus poltronas oficiales desplegando una orgía de propuestas: el azul hizo ver que el inmenso mar y el alto cielo eran de su color; el rojo y el naranja, que las entrañas de la tierra eran suyas, y hasta amenazaron con abrasar campos y ciudades; la nieve, fuente del agua que alimenta plantas y mares, propuso que su color impoluto fuera el mandamás; y así. Se produjo el caos de la dispersión sin sentido y, con los colores en paradero desconocido, sólo el negro resistió en el universo; el negro que es una entelequia descarnada, igual que la oscuridad y el silencio son la ausencia de la luz y del sonido. Los pájaros dejaron de cantar. Por más que los gallos gritaban quebrando albores como diría Mío Cid Campeador, el sol se negó a amanecer; y así.
Hasta que el ‘Todolopuedo’, decepcionado, con la chochez impropia de un dios maduro, se echó a llorar como la mujerzuela del cuento y sus lágrimas, pródigas y pertinaces, cayeron sobre la tierra provocando un diluvio universal. Tanto lloró y lloró, que los colores, avergonzados, salieron de los rincones más ocultos y se aparearon en un abrazo portentoso. El sol volvió a brillar y en la bóveda celeste asomó un arco iris borracho para glosar el arrepentimiento de los colores perdularios. Y fue entonces cuando el Creador, para que nadie olvidara la peripecia, decidió abrir cada noche la puerta al color negro. Igual que después de cada tormenta nos regala el abrazo de aquellos parientes desquiciados.
Más tarde, ya se sabe, los pintores desvistieron a los colores de sus disfraces de manzana, aguacate o cántaro para hacerles bailar desnudos una danza fascinante sobre la superficie de los lienzos. Recuerdo haber leído, no sé donde y bien lo siento, que El Greco los estiraba, que Botero los hinchaba, que Dalí los derretía, y que mi paisano Esteban Vicente los ponía en un aprieto (esto último, de cosecha propia). Que los impresionistas los desmenuzan, los realistas los moldean, los expresionistas los retuercen, los cubistas los trocean, los dadaístas los voltean, los simbolistas los maquillan, los abstractos geométricos los ordenan y los futuristas los arrastran.
O sea, que cada cual a lo suyo y siempre a la gresca: rojos contra azules, blancos contra verdes, ronaldos versus ronaldhinos…