1186.- Símbolo a la intemperie
Cuando Pilatos, pusieron una corona de espinas al rey de los judíos, una caña en su mano, y mandaron la foto al Corriere della sera. No contaban con la resurrección. Ahora ha sido diferente: un sanitario militar metió una jeringa de plástico en la boca de Sadam y los americanos han paseado una foto de piltrafa humana por todos los hogares del mundo mundial. Éste no resucitará.
Con cara de chapapote como en los días que apenas sabe qué decir, José Luis Rodríguez se ha puesto a hablar sensatamente y ha expresado su deseo de que la captura del tirano conlleve la aceleración del proceso de recuperación de la soberanía por parte del pueblo iraquí (lo de tirano es cosa mía, José Luis no se atreve a confesar estas cosas). Jacques Chirac, para lo mismo, se ha buscado un portavoz que repita a la francesa las palabras de Gaspar Llamazares, el riojano que se recrió en Salinas de Castrillón (otro Llamazares, Julio, asturiano también, el de “La lentitud de los bueyes” y “El entierro de Genarín”, ni siquiera tiene pueblo pues vino al mundo en el desaparecido Vegamián): “Es un acontecimiento muy importante que debería contribuir fuertemente a la democratización y a la estabilización de Irak y permitir a los iraquíes recuperar el control de su destino en un Irak soberano” (¡que no se te escape lo de los contratos de reconstrucción, hijo, que perjudica a la grandeza francesa!). Nuestro Gaspar parecía anteayer una monja que llega a Compostela y se encuentra de sopetón con que un deán no permite aquella mañana la feria del botafumeiro: chunda, chunda, aaagg.
Sadam Husein es un símbolo a la intemperie. Como hace meses su estatua ecuestre de Bagdad, una ciudad símbolo igual que otras doce del mundo mundial, incluida nuestra Toledo. Leí en un artículo mío de cuando aquello que cuando caen las estatuas los tiranos andan ya en el panteón –en eso vale lo de Jaime Balmes: “Antes de leer la historia es muy importante leer la vida del historiador”-.
Leí en el mismo artículo o en algún otro que escribí por primavera, una de las más célebres caídas de Bagdad, la del año 1295. Entonces, un veneciano inmortal que no se hospedaba en el hotel Palestina lo contó magistralmente:
“El poder de los poderosos no se consigue acumulando riquezas sino compartiéndolas para conseguir protección”, dijo un gran señor de los tártaros que se llamaba Alan. Se lo hizo saber al califa, al Sadam de entonces, cuando reunió un gran ejército y fue a Bagdad, la sitió y la tomó por la fuerza. “Cuando hubo conquistado la ciudad encontró en el palacio del califa una torre llena de oro, plata y otros tesoros, tales, que jamás se vieron mayores reunidos en un solo lugar”. Y cuenta también Marco Polo: “¿Señor, por qué reuniste tantos tesoros? ¿Qué hubieras debido hacer? ¿No sabías que yo era tu enemigo y venía con un poderoso ejército para despojarte de todo? ¿Por qué no repartiste tus tesoros a tus caballeros y soldados para defender la ciudad y tu persona? Puesto que veo que amas tanto tus tesoros, voy a darte a comer de ellos”. Alan lo hizo prender, lo encerró en la torre aquella y mandó que nadie le diera de comer ni de beber: “Califa, come de ese tesoro, puesto que tanto te gusta, ya que nunca más comerás otra cosa en tu vida”.
Pues eso, que si se cumple la profecía y Alá no lo remedia, el califa se pudrirá, esta vez definitivamente, en la torre del tesoro escondido. El tirano destronado estaba en un agujero de 1,82 metros de profundidad cavado en el suelo de una granja de adobe, muy cerca de sus antiguos palacios de Tikrit.
Por más que José Luis Rodríguez hable sensatamente pues no le quedan argumentos para decir la verdad después del follón catalán, no diré como Carlyle: “La historia es una destilación del chismorreo”. Y aunque Llamazares parezca una ursulina que se ha quitado la toca para ir a Compostela a buscar con los del Bloque la feria del botafumeiro, chunda, chunda, aaaggg.