1183.- Mirar a los ojos del monstruo
Una tribu americana, para enseñar a los niños a afrontar sus temores y asumirlos, les dice que el miedo es una serpiente de veinte metros de largo y dos cabezas, tan grande como un pino endiosado. Si alguien la intenta evitar, crece y crece, se acerca, levanta su horrorosa cabeza en actitud de ataque. Pero si se la mira directamente a los ojos, la serpiente ve en nosotros su propia imagen, se asusta, se empequeñece y termina por alejarse.
Como la vida es en cierta medida un monstruo, un día nos pusimos de rodillas y mirando fijamente a los ojos de la quimera que amenazaba con darnos muerte reconocimos la incertidumbre propia, el temor, la negación, el desaliento, la debilidad, la lástima de uno mismo, la idea de la superioridad y de la propia importancia, incluso el temor de no ser la persona adecuada para la misión encomendada.
Pero todo resultó ser una trampa. Ibarreche es una trampa. Su plan, una carga de profundidad; abrirlo es dejar que el gas se expanda, es la caja de Pandora. Mi ex colega de la UCD Rodríguez de Miñón revirtió en el listo inútil que interpreta burdamente el papel de tonto útil. Hasta ayer, el granero catalán de votos socialistas estaba en el cinturón del área metropolitana de Barcelona, pero Maragall se ha dejado robar la cartera. Residen allí 4,2 de los 6 millones de catalanes y las ambigüedades socialistas han sido determinantes para hacerles perder la esperanza… Y así. Cuando, como ejemplo, el presidente del PNV, Javier Arzallus, advierte que «como el Tribunal Constitucional acepte los recursos al Plan Ibarreche y dé la razón al Gobierno, aquí se ha acabado la democracia para nosotros y, por lo tanto, se han acabado las reglas del juego en las que entramos», sólo queda una opción: mirar a los ojos del monstruo. Nada de echarse al monte o ponerse a correr por el monte. Hay que mirar a los ojos al monstruo porque el miedo es un aliado para la autodefensa, es verdad, pero el círculo del miedo es solapado porque se autoalimenta: crece en un círculo vicioso que por sí mismo se cumple, se perpetúa, se refuerza; al echar a andar, recoge su propia energía como esas bolas de nieve que ruedan montaña abajo y cada vez son más descomunales. En vez de cerrar los ojos en espera del zarpazo final, abrirlos para reconocer todos y cada uno de los trozos que componen el monstruo. Sólo así los desvaríos se desvanecen en la noche de donde proceden. El monstruo son nuestros miedos que se amontonan.
Siempre hubo este tipo de monstruos. Cuando Edipo llegó a Tebas se encontró con la papeleta de una esfinge maldita, un monstruo que tenía cabeza de mujer, voz de hombre, cuerpo de león, alas de pájaro y que devoraba a cuantas personas no acertaban a descifrar sus enigmáticas propuestas. Una de ellas, la consabida “¿Cuál es el ser que anda ora con dos, ora con tres, ora con cuatro patas y que, contrariamente a la ley general, es más débil cuantas más patas tiene?“. Pero había también otra propuesta: “Son dos hermanas una de las cuales engendra a la otra y a su vez es engendrada por la primera”. Edipo miró a los ojos del monstruo y en el primer enigma se reconoció a sí mismo. Su respuesta al segundo fue también la acertada: “Se trata del día y la noche” (el nombre del día es femenino en griego, es pues la “hermana” de la noche). Y el monstruo, enormemente furioso, se abrió la cabeza contra una roca.
Nos estábamos quedando apolillados, pero entre Telémaco y Ulises urdirán un plan para matar al monstruo. Todos somos Telémaco y Ulises; sabemos mirar a los ojos del monstruo.