1151.- Las víboras de Aníbal
Como en la leche de los sueños siempre cae una mosca (creo que algo así contaba una greguería de Gómez de la Serna), traigo a mi columna de hoy lo de las víboras de Aníbal. Tiene mucho que ver con la capacidad de dominar la información externa e interna. Me estoy refiriendo al sistema utilizado por el cartaginés para vencer en una batalla naval a sus enemigos. Así lo cuenta Jaime Balmes (El Criterio, XVI, 5): “Está Aníbal a la víspera de un combate naval, da sus disposiciones, y entre tanto vuelven a bordo algunos soldados que llevan gran número de vasos de barro bien tapados, cuyo contenido conocen muy pocos. Comienza la refriega, los enemigos se ríen de que los marinos de Aníbal les arrojen aquellos vasos en vez de flechas; el barro se hace pedazos y el daño que causa es bien poco. Pasan algunos momentos, un marino siente una picadura atroz: al grito del lastimado sucede el de otro, todos vuelven la vista y notan con espanto que la nave está llena de víboras. Introdúcese el desorden, Aníbal maniobra con destreza y la victoria se decide a su favor…”
En este mundo nuestro de la mosca en la leche de los sueños, las víboras de Aníbal no son pequeños reptiles venenosos y temibles, ni las malditas armas químicas buscadas y rebuscadas en Irak, sino los malentendidos que se propagan como al azar, la siembra de noticias contradictorias, los falsos rumores…, en fin, cualquier argumento comunicativo que crea confusión en las personas y favorece causas políticas. Vivimos un mundo contaminado por la información y resulta difícil la objetividad de la noticia; todo es campaña electoral de tirios o de troyanos, donde todo parece valer. Hay quien dice, por ejemplo, que a su hijo periodista, para evitar convertirlo en un mártir tipo Couso, no le dejará salir de España mientras siga el actual Gobierno; y se queda tan ancho. Y hasta quien maniobra con el viaje a España del Papa de Roma para convertirlo en propaganda o para atacar al Espíritu Santo por prestarse al juego. La conciencia ajena objetiviza las causas.
Escuchar la radio, ver la tele o leer un periódico es un sobresalto, el barro se hace pedazos y el daño que causa es bien poco, pero las víboras de Aníbal rompen los vasos mal tapados apenas se abre el quiosco del alma.
Nadie debería morirse ya sin haber leído Pequeñeces del Padre Luis Coloma. Si existe el más allá, San Pedro, al llegar, nos leerá la cartilla: “¿Has leído Pequeñeces?” Si la respuesta es negativa, un querubín lo rezará al oído del osado antes de entrar en la Gloria. Cuando el querubín concluya –“Metió la mano en la pila del agua bendita, y se la ofreció con la punta de los dedos…”–, aparecerá el buen Dios y comenzará la eterna calma de los bienaventurados. Y si nada es cierto, los gusanos sabrán, por la calidad de los tejidos, si el difunto leyó o pasó de Pequeñeces. Me lo enseñó a leer mi madre que en paz descanse (in memoriam, hoy, al escribir esto, pues anteayer fue el Día de la Madre). Pasado el tiempo, me contaron que era un libro cursi, decadente, pijo, clasista decían también; los horteras lo llamaban ‘kitch’, ¿se escribe así?, y los kitch, hortera, como si lo kitch no fuera suficientemente hortera, pero la ternura siempre será ternura y la flor siempre será flor crezca en la huerta, en el tiesto o en el invernadero. Y más ternura aún si una madre lo predica, lo sigue, lo sugiere, la promueve… También decía que hay que leer a un inglés, John Galsworthy, que fue premio Nóbel de Literatura y que solía contar que los del “club de los snooks” (los conservadores) pertenecen a “un mundo gastado por el paso de las cosas estáticas”. Estaban también los snobs, los que a todo y por todo decían “interesante”, y para los que Beethoven era una antigualla, como un mueble o un traje de otra época, tan pasado de moda después de haber sido tan celebrado, “tan interesante”, ¡valiente murga!
Mientras eso llega –me refiero a lo del rezo del querubín– brindaré para que la vida sea descanso plácido en las profundidades de un cómodo chaise-longe, en lugar de vivirlo en un Belén pastores, como se dice para alardear de vida a la intemperie.