Volver a Artículos     
1981.- Bueyes perdidos

20/12/2017

Hasta el sursuncorda hace la cobra —en el Wikcionario, la acción de apartarse de una persona cuando otra intenta hablarle casi como dándole un beso—, pero pocos hablan para intentar entenderse.

Nunca hubo tantos espías en España, especialmente en Cataluña. Los espías en la sombra nunca se niegan a resucitar, y a Puigdemond, a sus acólitos y a sus turiferarios, además de recordarles que nadie es más santo porque le alaben ni más vil porque le desprecien, habría que solicitarles que calmen sus ganas de “hablar de bueyes perdidos”, una manera popular de decir que cada cual habla como si las palabras se le fueran a reventar por dentro, como sucedía en el célebre microrrelato de Max Aub: “Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además, hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.”

Aunque en algunos escenarios políticos los protagonistas se callan para no liarse, “a veces el silencio es la peor mentira" —se lo estoy plagiando a Miguel de Unamuno, un señor al que nunca llegué a conocer y escuchar pues se murió antes de que yo naciera—. Tampoco escuché directamente a Beethoven la recomendación "nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo", pero de ese músico genial hoy recuerdo que en cierta ocasión estuve en su casa de la ciudad alemana de Bonn donde él nació el 16 de diciembre de hace 247 años.

Hablando por hablar, “El silencio es el único amigo que jamás traiciona”, pontificó en su día Kung Fu-Tse, un pensador chino de hace dos mil quinientos años al que llamamos Confucio, y Ernest Hemingway mucho antes de pegarse un tiro en la sien y pasar a mejor vida como suele decirse sin saber el porqué, el autor de “Por quién doblan las campanas”, “El viejo y el mar” y otras novelas que acompañaron los avatares de mi juventud, me explicó que "se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar". Aquel tipo, Premio Nobel de Literatura en 1954, cierto día se puso la bata que él llamaba "la túnica del emperador”, salió del dormitorio procurando no hacer ruido para no despertar a Mary Welsh, su cuarta esposa, se fue al lugar donde guardaba sus armas —más de veinte entre escopetas, rifles y pistolas—, eligió una escopeta, se sentó, apoyó la frente contra los cañones, apretó el gatillo, estalló su cerebro y cruzó la barrera misteriosa donde la muerte se come las neuronas y se esfuman las bagatelas de la vida. Mary llamó al hospital, el médico llegó a la casa «quince minutos» después y, a pesar de su afirmación de que Hemingway “había muerto de una herida autoinfligida en la cabeza”, la historia que se contó a la prensa fue que la muerte había sido accidental —cinco años después, Mary Hemingway admitió que su marido se había suicidado.

Sin hablar de bueyes perdidos, esa manera de hablar como si las palabras fueran a reventársenos por dentro, acudo a El Arte de la Guerra, posiblemente el mejor libro de estrategia de todos los tiempos que tiene dos mil quinientos años de antigüedad —el manual que inspiró a Napoleón, Maquiavelo, Mao Tse Tung y a muchas más figuras históricas.

La obra de Sun Tzu no es únicamente un libro de práctica militar, sino un tratado que enseña la estrategia suprema de aplicar con sabiduría el conocimiento de la naturaleza humana en los momentos de confrontación. Una obra para comprender las raíces de un conflicto y buscar una solución. “La mejor victoria es vencer sin combatir”, explicó y aconsejó Sun Tzu —la distinción entre el hombre prudente y el ignorante—. Entre otras cosas, me enseñó que "el principal engaño que se valora en las operaciones militares no se dirige solamente a los enemigos, sino que empieza por las propias tropas, para hacer que le sigan a uno sin saber a dónde van." Y aunque siempre que algo afirmo intento dudar de su veracidad, pienso que el annus terribilis no está desapareciendo con viento fresco, sino que el 2018 será igual de terrible.

Tal vez por eso, atando cabos intento dejar constancia de que yo no pertenezco al círculo de los que necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar, que no me agrada hablar de bueyes perdidos y que espero que las palabras no me revienten por dentro porque soy de los que pienso que hablando se entiende o se puede entender la gente.

  Volver a Artículos