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1974.- Rufianes esposados

22/11/2017

Los rufianes son “hombres viles y despreciables que viven del engaño y la estafa”. Así les define el diccionario de la Lengua de la Real Academia Española que preside Darío Villanueva, un gallego de Villalba provincia de Lugo; me lo presentó Ángel Currás el ex alcalde de Compostela —cuando los rufianes son detenidos, la policía les coloca unas esposas de acero para evitar que huyan.

El trigésimo director de la Real Academia Española fue elegido el 11 de diciembre de 2014 mediante votación directa de los académicos (28 contra 5) y tomó posesión de su cargo el 8 de enero de 2015 —casi quinientos académicos de número ha habido desde su fundación en 1713.

Darío Villanueva —elegido académico en el 2008— ocupa el sillón D mayúscula, el tureganense por parte de madre Francisco Rodríguez Adrados —elegido en 1991— el sillón d minúscula, y Mario Vargas Llosa —elegido en 1996— el sillón L mayúscula. O sea, que nuestro paisano es el académico más antiguo de los tres —nació hace 95 años— y el ayuntamiento de la Villa Episcopal sigue sin cambiar el nombre de la calle donde hoy tiene su vivienda —la Casa de Oficios del Palacio Episcopal de la Plaza Mayor—. El antiguo Camino Real de Turégano a Segovia, todavía sigue llamándose “Calle de Francisco Franco” y debería denominarse “Calle del Excelentísimo Señor Don Francisco Rodríguez Adrados, académico de la Real Academia Española, de la Real Academia de la Historia y Premio Nacional de las Letras Españolas”; o al menos colocar una placa de azulejos o metálica en la fachada de su domicilio tureganense para que se recuerde al personaje y se reflexione sobre la relevancia de su obra docente y literaria.

Lo de Juan Gabriel Rufián el “torracollons” —en castellano, tocapelotas— es otro cantar. Se escribe a sí mismo desde uno de sus otros yoes; padece un trastorno disociativo por el que una persona posee varias personalidades diferentes. Es portavoz adjunto del Grupo de ERC en el Congreso de diputados, y algún día saldrá por la chimenea volando sobre una escoba —no sé el porqué, pero a esa manera de ser y proceder suele llamarse “estar como una cabra”.
Cuando sueña, se siente un basilisco —un animal imaginario al que se le atribuía el poder de matar con la mirada—. Piensa en gilipolleces y se disfraza de conejo, de lechuga, de amapola y hasta de miembro de la “Santa Compaña”, uno de los mitos más populares de la España mágica —especialmente en Galicia—.
Tiene 100.000 euros de sueldo y según dicen no dejará el escaño del Congreso de Diputados hasta que la secesión catalana no se extienda al resto de países catalanes, incluida Valencia y las Islas Baleares.

El “procés” ha impedido a Barcelona ser la sede de la EMA (la Agencia Europea de Medicamentos) que abandona Londres por la desconexión del Reino unido de la Unión Europea. Los españoles —incluidos los catalanes— lo hemos sentido, y Rufián el tocapelotas piensa y dice que la culpa es de Mariano Rajoy al que por eso y por no sé cuántas cosas más habría que maniatar con esposas de acero.

Durante la pasada legislatura catalana, para adornar su “demagog” —en castellano, demagogia: el empleo de halagos y falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir—, Elsa Artadi era quien llevaba la coordinación del Govern de Catalunya cesado, una de las principales asesoras económicas de Puigdemont, y quien al parecer le escribía y sigue escribiéndole muchos de sus discursos. Lo hacía desde el departamento de Presidencia de Puigdemont, el “cap de meló” —en castellano, cabeza de melón.

Según va pasando el tiempo los rufianes esposados aumentan y los torracollons como el diputado Gabriel Rufián no saben vivir sin pertenecer a un aquelarre de “llepaculs” —en castellano, lameculos—. Necesita una martingala: “la correa de la cabezada o brida que une la cincha con la muserola y sirve para que la caballería no levante la cabeza más de la cuenta”.

Atando cabos, el pato parpa, la gallina cacarea, el asno rebuznan, la cabra bala, el búho ulula, la cigüeña crotora, la paloma zurea…, y los rufianes viven del engaño, y cuando abren la boca son el “cagalló de la gramática” —en castellano, la cagarruta de la gramática.

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