1110.- Detengan a mi perro
Cuando las Rías Baixas gallegas se llamaban Rías Bajas, Sanxenxo se llamaba Sangenjo. Sanxenxo en realidad es San Xenxo, es decir, San Ginés, como bien sabe don Ramón, el párroco más singular de España y parte de Galicia.
Sucedió en Sanxenxo, el paraíso de las Rías Baixas. Eran las doce de la noche y el Marycielo, que es el sancta sanctorum de la noche vaga del veraneo insomne, andaba pletórico de vaqueros de Armani, camisas Façonnable, maúticos de Timberland. Ellas con pantalones de Moschino, top de Escada, calzadas de Farrutx. Todos con perfecto bronce bruñido de apolo griego o de sirena del adriático.
Un joven borracho, sucio, pobre de solemnidad o drogata venido a menos, cualquiera sabe, comienza a meterse con la gente guapa, a molestar, a importunar entre las mesas de bebidas exóticas, chupitos de wisky de Malta, helados de mil sabores... No pide un euro para agradecerlo en nombre de Dios, sólo molesta, mangutea con descaro, es quedón, mete bulla, habla sin palabras articuladas que es un modo muy molesto de hablar. Roza alientos con el suyo de vino peleón y aguardiente del malo. Arrastra el verbo incoherente en una ronda insoportable de tuna borracha y vividora. El cliente manda, es quien paga, y los camareros del Marycielo, empleados de temporada en vísperas de paro ocasional, pretenden inútilmente quitarse de encima al incómodo cliente que es menos que un boquerón.
Alguien marcó el cero noventa y uno, y en cinco minutos dos vehículos de seguridad ciudadana de la policía municipal, con ocho o diez agentes de porra y pistola, acuden a restablecer el orden y poner a buen recaudo al incordiante. Tratan de convencerle para que abandone el campo y la escena, pero el susodicho sabe ponerse gallito, borde, conoce el percal, parece un castinero de película de buenos y malos (él es el malo). Es de los que llaman de tú a tirios y troyanos, tengan porra y pistola o enseñen cuerpos danone. Y los agentes de la autoridad no tienen más remedio que llevárselo al cesto para que pase la noche enchironado. Se nota que no es la primera vez, los guindillas le conocen, no lo amanillan, es como si repitieran, ellos y él, un rito de noche de cielo estrellado y temperatura de lenta laxitud. El molesto problema ha concluido felizmente para todos. No, para todos no, esperen, hay un problema: el maleante tiene un perro fiel, palleiro color canela, que no está dispuesto a abandonar a su indeseable amo. Apenas se abre el furgón policial, el can salta al asiento trasero, se lo sabe de memoria, es como andar por casa, y los agentes del orden saben de todo, lo mismo te planchan un huevo que te fríen una corbata, pero no están dispuestos a cargar con el chucho.
Vuela el coche policial, sirena desplegada por el paseo marítimo de Silgar, y el can pierde su alma de perro angustiado persiguiendo sirenas y luces como alma en pena: “¡Detengan a mi perro, por favor!”, grita enloquecido el carrilano que marcha en busca de un camastro en la trena. El “palleiro”, que no es otra cosa en gallego que un perro sin raza, chucho de la calle, es el único amigo del mundo para este desheredado de la raza humana, bastardo del conformismo social. La gente guapa quiere gritar: “Hay que hacer algo”, “¡Pobre animalito!”. ¡Quién no siente lástima de un can abandonado! Y más la gente de cornamusa, tumbona en proa, eslora de 14 metros, pantalón blanco y jersey de rayas marineras.
Cuando los hombres juegan a dejarse sorprender por el amanecer, todo es subjetivo. También en esta tierra hermosa donde la copla dice: “Si vas a San Benitiño/ non vaias ó de Paredes/ que hai outro más milagreiro/ San Benitiño de Lérez…”