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1892.- Elogio de la palabra

24/09/2016

Es el título del discurso inaugural del poeta Joan Maragall al tomar posesión de la Presidencia del Ateneo Barcelonés en el año 1903; más de un siglo ha llovido. En el Elogio de la palabra se explica que el hombre cuando supera la soledad egoísta se compromete con las realidades que lo envuelven y funda ámbitos de encuentro y convivencia. Todo lo contrario a como en La Trampa de John Grishan, uno de los autores norteamericanos que más libros ha vendido de la historia, donde los giros inesperados de sus palabras invitan a sobrellevar casi enfermizamente una tensión inoportuna.
La palabra hizo al Dios que conocemos, y no al revés. In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum (…) —Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron… Y la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (Juan 1, 1-14)— ¡Tantas veces se ha especulado sobre el escribidor platónico o aristotélico que prestó esas asombrosas palabras a Juan Zebedeo, el más joven de sus discípulos al que Jesús cariñosamente apodaba "el hijo del trueno”, en eso igual que a su hermano Santiago, el que según cuentan las leyendas llegó hasta Finisterre, el fin de la Tierra por entonces.
Juan escribió su Evangelio después del año 95, y en mi agiotaje —la acción y efecto de especular— me estaciono en la historia de Teóforo Verbum, un señor muy aseñorado, que cierto día al despertar se encontró convertido en araña, un bichejo de diez patas que produce hilos de seda con las que teje redes de caza donde sus presas quedan atrapadas sin poder despegarse hasta ser devoradas. Verbum tenía ocho ojos y el cuerpo cubierto de un escudo protector divido en dos corazas. En la primera tenía ubicadas unas piezas bucales con las que expulsaba veneno. En la segunda, el abdomen, además de el poro genital y las cavidades respiratorias, albergaba unas glándulas productoras de seda que se abrían al exterior por medio de hileras.
En aquella metamorfosis, Teóforo acudió a la catequesis arañil para saber lo que piensan las arañas catequizadas y descubrió que ellas piensan y creen que Dios es una araña. Que algunas son ateas. Otras, escépticas. Que las hay que se confiesan agnósticas porque niegan la posibilidad de conocer la existencia de Dios.
Quiso conocer a la araña sacerdotisa, y la ilustrada aquella pontificó que no existe una definición universalmente aceptada de Dios. Que algunas definiciones no son tan específicas como para permitir llegar a probar que exista una realidad que se ajuste a tales definiciones, y que por lo tanto existen diferentes líneas de debate. Que la ley es una disposición de la razón para el bien común promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad. —Por aquellas palabras, el neófito Teóforo Verbum supo por ciencia infusa que la araña pontificiera conocía divinamente el tomismo y ejercía la escolástica.
Aquella araña pontificiera debió conocer en persona al estagirita Aristóteles, el maestro de Alejandro Magno. —Cuando dijo “somos lo que hacemos día a día. De modo que la excelencia no es un acto sino un hábito”, Teóforo Verbum supo por ciencia infusa que la araña sabihonda estaba sumergida en las teorías del estagirita, uno de los hombres más sabios de la historia.
Al presumir que las palabras no son una red de caza sino un valioso escenario que funda ámbitos de encuentro y convivencia, Verbum, el protagonista de esa metamorfosis tan kafkiana, se puso a llorar porque para eso tenía lágrimas, no para sufrir, y una araña compasiva trató de enjugárselas. Le ofreció un klínex como si una caricia de palabras, mientras él recordaba, por ciencia infusa otra vez, La oración del ateo, los desalmados versos de Miguel de Unamuno: “Oye mi ruego Tú, Dios que no existes, y en tu nada recoge estas mis quejas, Tú que a los pobres hombres nunca dejas sin consuelo de engaño. Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si Tú existieras existiría yo también de veras.” Evocaba, también por el mismo procedimiento, el consejo de Platón, el discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles: “Hay que tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad”.
Como la vida del hombre no consiste en esperar a Godot, la palabra no debiera ser una trampa y me uno al elogio de la palabra.
Atando cabos digo que por más que en el cristianismo la ciencia infusa sea una gracia o un don que es infundido por Dios en el alma de algunas personas, en otros escenarios es el saber innato, no adquirido mediante el estudio, que se utiliza especialmente con sentido irónico. Si te haces un selfi, observarás que el primer paso casi nunca te lleva a dónde quieres ir pero te saca de donde estás.


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